jueves, 8 de marzo de 2018

Juan Villoro reflexiona sobre la traducción

Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) es uno de los más importante escritores de la lengua castellana en la actualidad. A quien esta afirmación le parezca excesiva, ahí están sus cuentos, novelas, crónicas y ensayos para demostrar hasta qué punto sensibilidad e inteligencia se dan cita cuando se pone a escribir. 

Respecto de sus ensayos, tres son las colecciones que los reúnen hasta ahora: Efectos personales, De eso se trata y el flamante La utilidad del deseo, todos publicados por Anagrama en su Colección Argumentos.

Y para demostrar hasta qué punto es interesante leerlo, ofrecemos un brevísimo fragmento de "Te doy mi palabra. Un itinerario en la traducción", donde, partiendo de su experiencia personal, Villoro reflexiona sobre las distintas maneras de traducir y el sentido de cada uno de ellas, anticipando de este modo su visita en el mes de mayo al Club de Traductores Literarios de Buenos Aires.

El álgebra y la luna

El impulso decisivo para acercarme a la traducción provino de un veterano en el género. En 1978, la escritora Julieta Campos, presidenta del PEN Club mexicano, organizó un ciclo donde un escritor consagrado se presentaba con un principiante. Tuve la suerte de alternar con Sergio Pitol, quien ha vertido al español cerca de cien libros.

En el Museo de la Traducción propuesto por Ricardo Piglia para destacar los traslados que enriquecen nuestra lengua, no podrían faltar las versiones que Pitol ha hecho de Witold Gombrowicz, Borís Pilniak, Antón Chejov y Henry James.

Pitol me habló de la importancia de la traducción como aprendizaje literario. Buscar equivalentes para ada palabra y cada giro permite entrar en el taller secreto de otro autor, conocer y valorar sus decisiones, precisar su estética. Pero sobre todo amplía su propio lenguaje, obligado a decir cosas imprevistas. La lengua de llegada se moderniza con los desafíos de la lengua de partida. Los alemanes disponen del "nuevo" Cervantes traducido por Susanne Lange del mismo modo en que nosotros disponemos del "nuevo" Laurence Sterne traducido por Javier Marías.

De 1981 a 1984 viví en Berlín Oriental, donde trabajé como agregado cultural en la embajada de México. Durante esos tres años, las calles y los cafés me pusieron en contacto con los matices y los sonidos que la lengua sólo adquiere en el sitio donde se habla. Sin embargo, a medida que ese idioma crecía como un organismo vivo, tenía presente el principal consejo de Pitol: lo que decide la calidad de una traducción es la fuerza de la lengua de llegada.

¿Qué tan confiable es un traductor que además aspira a escribir ficción? El novelista y traductor mexicano José María Pérez Gay preguntó a Elías Canetti por qué no ejercía la traducción. Buena parte de los intereses del autor de Masa y poder provenían del contacto con otras culturas, y compartió treinta años de matrimonio con Veza, notable traductora. La respuesta de Canetti revela la inquietud de quien prefiere escribir su propia obra: "El traductor es un autor tímido". Canetti exploraba la voz de los otros (uno de sus mejores libros lleva el título de Der Ohrenzeuge: El testigo de oídas) para fortalecer la suya. Sí, el traductor atempera su iniciativa para resaltar la ajena. Al respecto, José Aníbal Campos escribe: "Soy traductor, soy una sompra empeñada en no dejarse ver, una sombra que fracasa". Para el intérprete de otra lengua, mostrarse es traicionar.

Seguramente, los escritores que ocasionalmente traducen se distraen con mayor voluntad y frecuencia que los traductore profesionales; los poetas y novelistas metidos a intérpretes buscan las soluciones personales que enriquecen el idioma, pero también llevan el pecado de la infidelidad.

De cualquier forma, la posibilidad de falsear el texto no sólo proviene de la mala interpretación o de la inventida del traductor. Está en la naturaleza misma de la lengua ser incierta, ambivalente.

Nietzsche, de quien no podemos olvidar su formación como filólogo, escribe en La voluntad de poder: "Lo que se dice siempre es demasiado o demasiado poco. Las exigencias de que no se desnude con cada una de las palabras que dice es un ejemplo de ingenuidad". El lenguaje comunica, pero también disimula.

La escritura busca corregir el mundo; no refleja de manera indiferente una realidad; construye otra. En Después de Babel, titánico recorrido por los misterios de la traducción, George Steiner comenta que el texto literario se desmarca creativamente de lo que nombra: "Este repliegue ante los hechos dados, este modo de negar y contradecir son inherentes a la estructura combinatoria de la gramática, a la falta de precisión de las palabras, al carácter fluctuante del uso y de la corrección gramatical. Nacen mundos nuevos entre líneas".

En otras palabras; disponemos de un instrumento aproximativo y movedizo para decir lo que pensamos. La lengua es dúctil y cambia tanto como sus usuarios. Por ello, en su célebre ensayo sobre la traducción, tan hermético que Steiner lo considera un texto gnóstico, Walter Benjamin juzga que las malas traducciones "comunican demasiado".

La lengua de llegada debe transmitir el signifiado del mensaje original. En sentido riguroso ,esto no sólo significa hacer comprensible un discurso, sino preservar su misterio, su ambigüedad, su desconcierto. En una traducción óptima, la Ursprache (la lengua primigenia) conserva sus vacilaciones, sus rarezas, sus sobrentendidos, sus alusiones vagas. La estética de Samuel Beckett demuestra que la confusión, el silencio y el sinsentido son poderosas formas de comunicación.

Una frase hecha revela los desafíos del traductor literario: "Te doy mi palabra." Quien hace esa promesa propone un pacto de lealtad. No sólo ofrece su palabra; la empeña: va a cumplir.

El lenguaje literario es un cuidado artificio. Sólo es natural en la medida en que provoca esa ilusión. ¿Qué clase de registro debe usar un traductor? ¿Hasta dónde debe acercarse a la naturalidad de su región o su comunidad? La ensayista argentina Marietta Gargatagli encomia el estilo "neutro" que dominó las traducciones latinoamericanas en la primera mitad del siglo pasado. Los traductores no trataban de escribir versiones vernáculas que sonaran espontáneas en un sitio determinado; procuraban crear un habla común, basa en el español medianamente culto compartido por todos los países. 

Desde el punto de vista de la riqueza del idioma, prescindir de localismos resulta "ligeramente conservador", pero también permite una singular apuesta creativa: explotar las posibilidades naturales del habla. La versión "neutra" no busca reproducir la forma en que se habla en una calle de Montevideo o Lima, sino la forma en que podría hablarse sin que eso desentonara.

La traducción "neutra" reclama un esfuerzo que debe pasar inadvertido: "Lo laborioso es que un discurso parezca de Denver sin decir una sola cosa propia de Denver", dice Gargatagli. La espontaneidad es uno de los mayores artificios del traductor; paa conseguirla, debe estilizar su propia lengua. 

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