miércoles, 4 de noviembre de 2015

Un negocio de la culpa (I)

Michael Hofmann (Friburgo, 1957) es un excelente poeta alemán que eligió el inglés como su lengua literaria. Hijo del novelista Gert Hofmann, en 1961 se mudó con su familia a Bristol y luego estudió en Edimburgo y en Cambridge. Desde hace treinta años enseña Escritura Creativa en la universidad de Gainesville, Florida. Es autor de Nights in the iron hotel (1984), Acrimony (1986), Corona, Corona (1993), Approximately nowhere: poems (1999), Behind the lines: pieces on writing and pictures (2002) y Where Have You Been?: Selected Essays (2014), entre otros títulos. Como traductor ha publicado obras de Franz Kafka, Ernst Jünger, Gotfried Benn, Thomas Bernhard, Herta Müller, Patrick Süskind, Joseph Roth, Wim Wenders, etc., las cuales le han valido numerosos premios y un altisimo perfil como especilista en autores de lengua alemana. El siguiente ensayo fragmentario –que se publica en dos veces, comenzando el día de hoy– fue publicado en el número de octubre del Periódico de Poesía, y fue traducido por Ricardo Morales, Cristián M. Torres, Michel Martínez y Eduardo Cuevas

Sharp Biscuit.
Notas sobre un negocio de la culpa (I)

Un puñado de poetas, afortunados o talentosos, llena su vida de poesía. Pienso en tipos como Ashbery, Brodsky, Ted Hughes, Les Murray. Me parece que ellos escriben, o escribían, según el caso, prácticamente a diario, tal como los escritores de prosa escriben sus novelas. La fecha al pie de los poemas de Mandelstam. Los poemas de Plath. Es cosa de la fuerza del talento, los kilogramos por centímetro cuadrado de la Musa. Heaney, también, se acerca. Los demás hacemos concesiones, otras cosas “además”, principalmente enseñar; en algunos casos, realizamos otros trabajos no relacionados, tenemos un “empleo” en el “mundo real”. El empleo es enemigo de la poesía, su rival exitoso, favorecido (el empleo lo es todo, el poema no es nada: ¿Quién quiere un poema y quién no quiere un empleo?), pero también eso podría ser la mugre de donde crece la poesía. Tal es, de cualquier modo, mi esperanza al traducir.

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Encuentros con escritores memorables. Por acuñar una frase. El primero fue Ralph Manheim (traductor de Grass y Handke, entonces como ahora los dos autores alemanes vivos más reconocidos, pero también de Brecht y Céline y Danilo Kiš y muchos otros --¿A alguien le suena Mein Kampf?), quien me invitó unos tragos en su departamento de París. Nativo de Chicago, si recuerdo bien, y parte de la gran generación de traductores estadounidenses producidos por la guerra. 1980, 1982, por ahí. Las seis de la tarde. La hora exacta. Llego, me reúno con él y su encantadora esposa, quien había tenido una embolia y estaba bajo su cuidado. Siento un vínculo con él: la forma inusual, “adelgazada” de escribir nuestros nombres, el suyo lleva solamente una n, el mío tiene una solitaria f en el mismo lugar, además de que, al haber nacido en 1907, él tiene exactamente cincuenta años más que yo. Hablamos del insufrible de Handke, quien también vive en París y con quien, me dice en una galante adaptación del refrán alemán (que originalmente está en forma negativa) “ist gut Kirschen essen”, sí puedes compartir un tazón de cerezas, es decir que es una persona sociable, generosa y poco complicada. Yo discrepo, pero él lo dice, y tal vez tenga razón después de todo. (Años más tarde, estoy con unos amigos en París. Muy tarde, mucho después de la cena, tocan a la puerta y es Peter Handke, que siempre va caminando a todos lados, y  llega sin avisar con su sombrero lleno de hongos que ha recogido. Inmediatamente los cocinamos y comemos, y Handke, con su bronceado, fuerza y amabilidad, y su firme apretón de manos, me sorprende, y pienso en las cerezas y los Manheim). Me bebo una cerveza, ellos beben whisky. Ralph ha llegado desde su oficina que está en otro edificio. De ahí, entonces, la noción de que tiene un trabajo, de que cubre un horario regular, cierra y vuelve a casa. No permite que éste se derrame avariciosa o desfiguradoramente sobre su vida. Pienso, si acaso pienso, en mi padre que escribe en casa, dictando -lo que es más- a mi madre, en lo que se hace llamar nuestra sala de estar. Su escritura está por todos lados, llena todas las frecuencias, llena nuestro espacio familiar, gobierna nuestras vidas como la economía nacional.

Después Joseph Brodsky, tiempo después, en los 80, en el departamento de un amigo suyo en Tufnell Park. Espresso y Vecchio romano en una cocina algo redundante, inmaculada. (Escribió sobre Auden en Kirchtetten y su “cocina que es una auténtica biblioteca” , pero supongo que para él y en su vida, la mayor parte de la acción habrá sido, por decirlo así, en la auténtica cocina que es tal o cual biblioteca. Cómo él decía, “la libertad es una biblioteca”, no una cocina) Cigarrillos “circuncidados”. Los expertos dedos sacan la esponja, sacan la pelusa, tiran la pelusa, regresan la esponja. Sólo entonces es seguro fumar. Está traduciendo a Cavafy, a quien ama. El clasicismo, la historia, el anonimato. Al ruso. Ha traído consigo desde Nueva York una máquina de escribir portátil rusa que está usando. Del griego al cirílico. En el norte burgués de Londres. Un fenómeno extraño, Conradesco. El traductor como bacilo.

Tal vez uno más. Una reunión insólita (para mí) de traductores en la ciudad de Nueva York, tal vez alguna ceremonia de premiación, no recuerdo. Llenamos los asientos delanteros de un teatro en algún lugar, sintiendo una inusual efervescencia, como una reunión de misionarios, o espías en descanso. Optimistas. Heróicos. Llenos de nosotros y entre nosotros, unter uns. Sólo nosotros –Sinn Féin. El efecto desfile. Para empeorar/mejorar las cosas, traen a Paul Auster para que se dirija a nosotros. Entonces alguien anuncia que Gregory Rabassa se encuentra en el recinto, en algún lugar enfrente y a la derecha de nosotros. Una figura pequeña, jorobada, se levanta, hace una reverencia. Desde el escenario, un haz de luz intenta enfocarlo, para tratar de darle de algún modo algo de plasticidad. No creo que lo reconocería en la calle. El primer traductor del que estuve consciente, leí su Márquez cuando tenía veinte e hice antesala con sus editores londinenses. (¿Recuerdan el halago que le hizo Márquez al llamarlo “el mejor escritor latinoamericano de la lengua inglesa”?) ¿Un pequeño bigote de lápiz, tal vez? ¿Uno imperial? Tengo mis dudas y pienso que probablemente lo estoy inventando, extrapolando, literarizando. Aplaudimos frenéticamente. Tales son los héroes de un negocio secreto, un negocio de la culpa, incluso.

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Traduzco para intentar lograr algo. Cuando tuve en mis manos por primera vez mi primer libro de poesía (de la menor extensión permitida por la Biblioteca Británica, cuarenta y ocho páginas incluyendo preliminares), pensé que se iría volando. Para reparar un déficit de literatura en mi vida. Mi malaconsejada versión del cartesianismo: traduco, ergo sum. Malaconsejada porque el traductor no posee un ser, ni debería ser visto u oído, debe ser (qué aburrido) fiel, debe ser (más aburrido) un plato de cristal. Pues ¡CRASH!

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Muchos, si no es que la mayoría, de los traductores utilizan un idioma, o idiomas, adquirido y el propio, y en éste, según Cristopher Logue, tienen que ser verdaderamente buenos. (Nunca confío en la gente que traduce desde y hacia un idioma: ¿Que no hay algo insalubre en ello, como beber de la bañera?) Esto conlleva un cierto desapasionamiento para con su trabajo, bata de laboratorio, pinzas, campana de extracción. Pero mis dos lenguas son “mías”: el alemán, mi llamada lengua materna, y el inglés, que no recuerdo haber aprendido a los cuatro años, y que fue el primer idioma en que leí y escribí. En ambas lenguas he vivido, son primordiales: la de la familia y los primeros nombres y, ahora, la de la compañía y el amor; la otra nacida de décadas de asimilación, espero, indetectable y exitosa a Inglaterra. ¿Sin cuál debería quedarme?

Fui felizmente bilingüe hasta mis veintitantos, cuando comencé, por necesidad económica, a traducir. La unión de mis dos idiomas es un proceso interno, el acomodo de un hueso, un injerto, la sanación de una herida. Tal vez podría decirse que mi el alemán es de algún modo una herida abierta, calmada y curada por la aplicación del inglés. La traducción es una necesidad psicostática. Verás, no hay una ruptura en mi vida, no se perdió ningún paraíso, no hay discontinuidad, ninguna brecha, ninguna ruptura, ninguna expulsión. El inglés es, entonces, como una venda, una tablilla, un bálsamo.

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Hacia el final de mi traducción de The Film Explainer, la novela que escribió mi padre sobre la Alemania provinciana en los años 30 y 40, sobre su abuelo, mi bisabuelo, podemos leer:

Si ahora alguien viera a mi abuelo por la calle, con su sombrero de artista con el que “protege su cabeza dura de las ideas ajenas” (Abuela), ya no diría: “¡Hola, Herr Hofmann!” Le diría: “¡Heil Hitler!” o si no: “¡Otra luminaria!”

Sí, para mí tiene importancia ontológica y humorística, es un libro sobre la familia, el nombre del héroe es Hofman, y me identifico con todos en él, porque todos son una parte de mí: el anciano vanaglorioso, que como yo usa sombreros, la abuela acérrima, el niñito ansioso por complacer, pero incluso más allá de eso, la forma de expresar esa historia, su domesticación en inglés, me da una satisfacción inmensa. Donde está la grieta, la brecha, si es un asunto de la casualidad, si dices el Terry-Thomas “¡otro genio!” o el verdaderamente malvado “¡Heil Hitler!”. También quiere decir que podría haberte sucedido  a ti y, mira, estoy bromeando al respecto, cómo puedes creer que soy diferente. Estoy ensamblando algo en mí y en mi historia.

Por lo tanto, aunque a nadie le gusta una mala reseña (me parece), yo reacciono inusualmente mal ante los errores (los cometo) y las increpaciones de los lectores y de los críticos. Interfieren con mi curación, mis costuras, mi convalecencia. Despedazan el vendaje y rasgan la herida otra vez, o el corazón. Que no se metan en mis círculos, es lo que pienso.


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Continúa mañana

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