viernes, 11 de julio de 2014

Del otro lado de la cordillera (5)

La mesa "Pasado y presente de la traducción al castellano. España y América Latina" se cerró con la participación del narrador y traductor Andrés Ehrenhaus, quien, al cabo de más de 35 años de vida en España, se refirió a la situación de los traductores en la Península. 

Traducir en España:
la leyenda del santo traductor profesional

Voy a empezar partiendo mi intervención, como nos pedía un profesor de dibujo en el colegio secundario, en dos mitades iguales y agarrando, acto seguido, la más grande. Antes supongo que conviene que aclare un aspecto crucial del título, es decir, que defina qué entiendo por profesional en lo que hace a la traducción literaria o, como prefiero llamarla tautológicamente, la traducción autoral. Entiendo por profesional a aquel traductor, titulado o no, con o sin estudios específicos, etc., que intenta denodadamente ganarse la vida traduciendo (y en la mayoría de los casos no lo consigue). Es decir, al traductor que considera la traducción como su actividad principal, aún a pesar de que en la práctica sólo consiga que sea esporádica.

Tomo por ejemplo mi caso: yo doy clases en una universidad y, entre los cursos presenciales y los cursos online, la docencia ocupa cierta parte de mi tiempo; sin embargo, y aunque en algún momento mi actividad traductora decline un poco, diré siempre sin dudarlo que soy traductor antes que docente, e incluso antes que escritor. Así, de lo que se trata es de cómo se sitúa cada uno ante las contingencias del mundo, y cómo esas contingencias nos van perfilando.

Tengo la seguridad de que el hecho de haberme planteado la traducción como un modo de subsistencia en España no es ajeno a esta visión pragmática del objeto. No porque la cultura española sea pragmática en sí sino porque las características de la traducción ahí están íntimamente ligadas a -y condicionadas por- la realidad industrial de la edición de libros, lo cual tiene dos claras consecuencias: a) ofrece una posibilidad potencialmente más palpable de profesionalizar la traducción que en marcos menos industriales como Argentina o Chile, y b) dificulta o inhibe la ineludible necesidad de pensar en esa profesión en progreso de un modo no exclusivamente profesional o, para seguir con la taxonomía, “industrial”. Puesto que a) y b) son en cierto modo antagónicas, podemos decir que, por paradójico que suene, el profesionalismo se opone a la progresiva formación de una conciencia de la traducción en el profesional en ciernes.

Ya hemos delineado, pues, las dos mitades aludidas y la fricción con que conviven. Examinemos un poco más a fondo la mitad más obesa, la de la industria de la traducción en España. Para eso me voy a remitir a los números y su interpretación más palmaria, disculpándome de antemano por las ocasiones en que me pueda pasar de grueso en aras del expresionismo dialéctico. De todos modos, los datos que voy a citar son oficiales, provienen de los informes anuales de la FGEE, están publicados por el ministerio de Educación, Cultura y Deporte, y corresponden a los ejercicios 2013 o, en su defecto, 2012. Estos datos anuales han venido experimentando una mengua general de un 3 a un 5% anual a partir del pico de 2009; aún así, su envergadura, como se puede apreciar, sigue siendo considerable.

En España hay unas 2.300 editoriales privadas, que facturaron en 2012 unos 2.400 millones de euros; si eso estuviera repartido de burda manera matemática, estaríamos hablando de un millón anual de facturación por editorial, pero evidentemente no es así: en el desglose, se llevan la mayor parte las editoriales grandes que son, además y como es obvio, menos numerosas y, por tanto, facturan muy por encima del millón de euros anuales. El volumen de la facturación no implica un beneficio proporcionalmente mayor pero sí, como también es obvio, una mayor incidencia en el mercado en sí, que no sólo se manifiesta en la cantidad de títulos publicados o en sus tiradas sino también en una mayor capacidad de regular las prácticas consuetudinarias del sector. Quien más publica, contrata, imprime, vende, etc., más presiona y decide.

Veamos cómo. En 2013 se publicaron en España unos 80 mil nuevos títulos, de los cuales 10 mil corresponden a libros de texto. Del resto, un 22% son traducciones, es decir, el 22% de 70 mil = 15.400. Si consideramos que el traductor profesional promedio puede o suele o necesita traducir entre 3,5 libros al año (entendiendo por libro estándar un volumen de entre 200 y 300 páginas), podemos comprobar fácilmente que esa industria puede dar trabajo a unos 4.400 traductores al año. Por supuesto, el traductor estándar no existe o, si existe, no es necesariamente el más numeroso, así que encontraremos en este heterogéneo mercado laboral potencial desde traductores eventuales o esporádicos hasta verdaderos titanes de la traducción, súperprofesionales capaces de traducir 6 o más libros al año. Una industria así, con ese poder de producción, distribución, venta y promoción, requiere de unas condiciones muy determinadas para funcionar. A saber:

1-Los plazos de entrega, producción, etc., son cortos, a veces cortísimos.

2-El traductor no elige la obra sino que se la encarga el editor.

3-El traductor no se especializa ni profundiza en determinados autores o movimientos estéticos; a veces ni siquiera en determinados géneros.

4-Las tarifas están reguladas por el mercado y la libre competencia.

5-A pesar de que la LPI es elocuente y clara en su defensa del autor, no establece mecanismos eficaces de control de tirada y liquidación de derechos.

6-En general, los criterios de edición y traducción no están consensuados sino que vienen impuestos por la práctica consuetudinaria de la editorial.

7-Las facultades de traducción, en lugar de formar traductores profesionales, están generando un sector laboral titulado pero sin experiencia y, por consiguiente, dispuesto a aceptar tarifas amateurs.
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8-La traducción no goza de prestigio intelectual (por múltiples razones que podríamos o deberíamos revisar) y está constantemente sospechada.

9-La política cultural ligada a la edición se ha convertido (de hecho, lo viene siendo desde Nebrija) en cuestión estratégica de estado y es, por tanto, etnocéntrica e impermeable a los cuestionamientos o polémicas.

10-El traductor, en contra de lo que dice el siempre disponible Berman (se puede concebir la traducción sin teoría pero no sin pensamiento), es invitado a no pensar.

Así, el mercado ofrece un atiborrado panorama de oportunidades laborales en un marco de competencia acérrima y escaso margen de elección. Pero ni siquiera la sumisión a esas reglas le garantiza la subsistencia al santo traductor profesional. Imaginemos al traductor asiduo, que no llega a titán pero casi, porque es capaz de traducir sin problemas 4 libros al año. Digamos que estos libros son volúmenes promedio de unas 250 pp traducidas. Siendo como lo es que la tarifa media estándar es de 9 a 10 euros por página de 2100 caracteres (ojo: ni la más alta, que puede –o podía- llegar a los 18, ni la más baja, que ronda los 6), este traductor habría ganado unos 9.500 euros brutos al año, es decir, si les quitamos el 21% de impuesto a la renta, 7.410 euros, o sea, 617 euros por mes. A ello hay que restarle aún la cuota mínima de autónomo, que ronda los 290 euros. ¿Qué nos queda? 324 euros, que es lo que cuesta alquilar una habitación en un departamento compartido en Madrid o Barcelona. Ni hablar de comer, vestirse o, ¡detente lucifer!, comprar un libro o ir al cine. Ni, por supuesto, de tener hijos.

Hasta ahí los números que marcan a fierro la cotidianeidad “industrial” del traductor en España. Repasemos ahora brevemente la segunda mitad, la de la mirada sobre la profesión en sí, que es esencialmente más magra. De entrada, lo es porque el profesional en general, en tanto ser-ahí, no tiende a tomarse seriamente como objeto de análisis o, si lo hace, es desde una estricta perspectiva laboral (la profesión en el mercado) o, en todo caso, académica (no soy como pienso que soy o debería ser o en lo que soy o debería o podría o no quisiera ser sino cómo me dicen que debo de ser quienes se ocupan de estudiarlo y que a mí, en realidad, apenas me afecta). Ni siquiera la profesión en sí es digna de ser revisitada periódicamente si no es, en el caso específico de los santos traductores, para constatar y reafirmar los lugares comunes que la definen y confinan, el más paradigmático de los cuales es la invisibilidad. Puesto que la invisibilidad parecería redundar de manera directa en las condiciones laborales (legales, económicas, etc.) del profesional, ésta sí es objeto de queja. Puesto que de lugares comunes se trata, la casuística de la invisibilidad tiende a relacionarse causal y proporcionalmente –cuando se la relaciona- al prestigio cultural y la dialéctica de la fidelidad y la traición.

Hay excepciones. Como bien señala Alejandrina Falcón en su interesante y pormenorizado artículo sobre la experiencia de los traductores latinoamericanos (y, en especial, argentinos) en las décadas del 70 y 80 en España (y, en especial, en Barcelona) y sus repercusiones actuales en el campo de la traducción hispanoamericana, esta tensión entre las mitades a) y b) produjo en ciertos sectores del traduccionismo sudaca la necesidad de una reflexión más profunda o, para quitarle todo matiz ético, más urgente o deseperada acerca del papel del traductor como agente activo doble o triple en el escenario de las políticas editoriales, culturales y, sobretodo, lingüísticas. Vale la pena leer a fondo el artículo (Traductores del exilio: el caso argentino en España (1976-1983), revista Mutatis Mutandis, vol. 6, No. 1, 2013 http://aprendeenlinea.udea.edu.co/revistas/index.php/mutatismutandis/article/view/15174).

De manera tímida o balbuceante al principio, esta reflexión ha ido ganando cuerpo y a enviar mensajes que llegan en forma de olas cruzadas a unas costas y otras. Profesionales sensibles, no sólo del ámbito de la traducción sino correctores, lingüistas, académicos e incluso editores españoles empiezan, aunque más no sea por mero principio de contigüidad, a abrir los oídos al rumor descentralizante que se siente zumbar tanto desde dentro del macrosistema editorial y cultural peninsular como desde los centros de producción editorial y, por tanto, de traducciones de América Latina. Un rumor que, como apunta Falcón, pareció tender a resolverse al principio en favor de la mitad a) y que ahora, quizás porque la crisis europea obligó al sector editorial español a revisar la política de “burbuja inmobiliaria” y a perder ímpetu comercial (aunque no ideológico, toda vez que la Marca España sigue empujando tozudamente a contramano), vuelve a entrar en liza.

Sin duda esta perspectiva de alto condicionamiento profesional contrasta con la casuística latinoamericana. El traductor que acaba profesionalizándose ahí, en la medida de las posibilidades y oportunidades que la realidad editorial ofrece, arranca de un sustrato mucho más próximo a la materia de la traducción que a la traducción misma: se trata de poetas que empezaron a traducir a otros poetas afines, investigadores que se interesan por los ensayos de otros investigadores, narradores que traducen la narrativa que constituye su lectura habitual. Está, por tanto, bastante más cerca de la figura del traductor “literato” o “pulsional” que describe el ya citado Antoine Berman. Sin embargo, en estos mercados, donde la mitad a) no está tan al alcance de la mano y la fricción se resuelve aparentemente en favor de la mitad b), el santo traductor no sólo no garantiza para sí una mayor visibilidad cultural sino que, en cierto modo, la disuelve o nebuliza en el medio inestable del sistema libresco local, sumando a sus precariedades y vaivenes político-culturales los de los propios autores, cuyo aparente prestigio no alcanza para hacerles un lugar alimenticio en el mercado.

Sin duda, la manera en que se le haga frente y se trabaje para resolver la fricción entre conciencia profesional y responsabilidad cultural del traductor resultarán determinantes para la evolución y la pervivencia de la actividad sobre la que se sustenta la construcción sensible de una biblioteca universal en todas direcciones. parafraseando el viejo adagio marxista, también no pensar en lo que se hace es una forma activa de pensamiento.

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