miércoles, 9 de julio de 2014

Del otro lado de la cordillera (3)

FOTO: Paulo Slachevsky - De izquierda a derecha: Marisol Vera, Andrés Ehrenahus, Jorge Fondebrider y Pedro Serrano
La segunda mesa de "Diagnóstico, posibilidades y perspectivas de la  traducción literaria en Chile", cuyo título fue "Pasado y presente de la traducción al castellano. España y América Latina", fue moderada por Marisol Vera, actual presidente de la Asociación de Editores de Chile y responsable de la editorial Cuarto Propio. El primer expositor fue Jorge Fondebrider, el Administrador de este blog.

Un estado de situación

Empiezo con estadísticas: en la Argentina tenemos una tasa de analfabetismo del 1,9%. En buena medida esto se debe a que la educación es obligatoria (hasta la escuela secundaria incluida) y, fundamentalmente, gratuita (aunque se puede optar por las universidades privadas, que claramente son muy inferiores a las nacionales y, para muchos, una señal de que no se quiere hacer esfuerzos).

La cantidad y variación interanual (%) de títulos y ejemplares según registro de ISBN. Argentina entre los años 1994 y 2012 son las siguients: 

Año                          Títulos                                           Ejemplares
.                      Cant.               Var. (%)                      Cant.               Var. (%)
1994                9.640                                      48.089.996

2012           27.661              -12,72%         96.977.765                 -18,30%

Por lo demás, la última  encuesta indica que cada argentino lee un libro y medio por año.

Estos se adquieren en las 2000 librerías (antes de la dictadura de 1976, eran cerca de 6.000), distribuidas por todo el país, que, a pesar de la disminución de locales, sigue siendo la mayor red de Latinoamérica.

Debe observarse que, al menos dos veces por año, los chicos reciben gratuitamente libros en las escuelas a través de los Ministerios de Educación y de Cultura de la Nación y del Ministerio de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires. Además, una y otra administración compran libros para las redes de Bibliotecas Públicas y Bibliotecas Municipales, dependientes de una y otra institución.

 En términos de eventos, además de varios festivales de literatura que tienen lugar a lo largo del año, tanto en la capital como en las provincias (FILBA, Festival de Rosario, Festival de Córdoba, etc.) hay una gran Feria del Libro anual en Buenos Aires (que recibe a más de un millón y media de visitantes), así como diversas ferias provinciales y municipales en casi toda ciudad del país.

Luego, todos los diarios de circulación nacional y buena parte de los de circulación provincial tienen su suplemento cultural, donde se promocionan y reseñan las novedades bibliográficas y donde tienen lugar buena parte de las polémicas más significativas.

Por último, existen asimismo programas de ayuda a la traducción, de los cuales ya se ocupará de hablar Diego Lorenzo en la mesa que le corresponde.

Dadas estas cifras y estos datos, hablar de la traducción en la Argentina, un país que, en razón de la diversidad de los orígenes de sus habitantes, podría decirse fundado sobre traducciones, implica hacer un poco de historia. Ésta se remonta al final de la colonia, donde, como en casi toda Latinoamérica, por más de un siglo la literatura y la traducción estuvieron en manos de sus gobernantes y de las clases ilustradas. A modo de ejemplo, recuérdese que en el Virreinato del Río de la Plata, en 1794, Manuel Belgrano tradujo las Máximas generales del gobierno económico de un reyno agricultor, de François Quesnay, un texto de naturaleza económica, publicado primero en España y luego en Buenos Aires. Luego, en 1810, a poco de realizada la Revolución de Mayo, se publicó localmente El contrato social, de Jean-Jacques Rousseau, traducido –y expurgado– por Mariano Moreno, también traductor de Constantin de Volney y del marqués de Condorcet. Así a través de un proceso de adaptación, apropiación y recontextualización, la literatura y el pensamiento europeos se acriollaron. Ese proceso ya se ve con toda claridad en Juan Bautista Alberdi, Esteban Echeverría y José Mármol, quienes tradujeron y encontraron las palabras para describir el territorio de la patria en los textos de los visitantes británicos que, a su vez, habían descrito a la futura Argentina, tomando como modelo la prosa del naturalista alemán Alexander von Humboldt, y en ese curioso juego de influencias  –como bien señala Adolfo Prieto en Los viajeros ingleses y la emergencia de la literatura argentina. 1820-1850– plantaron el germen de nuestra primera literatura. Domingo Faustino Sarmiento, en cambio, exploró acaso involuntariamente las posibilidades literarias del error: ya en la primera página de Facundo, anota “On ne tue point les idées”, frase de origen dudoso que atribuye a Hippolyte Fortoul –aunque otros atribuyen al Conde de Volney y, en otras oportunidades, a Denis Diderot–, que dice haber escrito con carbón al pasar por los baños de Zonda, en su huída a Chile, escapando del tirano Rosas, y que el autor de Recuerdos de provincia tradujo mal (“A los hombres se degüella, a las ideas no”).

Más adelante está Bartolomé Mitre, traductor de Dante, pero también de Victor Hugo, de Henry Wadsworth Longfellow, de Lord Byron, de Pierre-Jean de Béranger y de Horacio. Hay una anécdota que también habla del espíritu traductor argentino. A Mitre lo visita Lucio V. Mansilla, el gran escritor autor de Una excursión a los indios ranqueles. Al cabo de una larga espera, Mansilla recibe las disculpas de su anfitrión, quien se excusa manifestando lo ocupado que estaba con la primera traducción argentina de la Divina Comedia. Mansilla entonces lo exhorta: “Hay que darles duro a los gringos, mi general”. Más allá del chiste, eso era justamente lo que Mitre estaba haciendo: le estaba dando duro a los gringos, cuando, en la década de 1890, traducía al castellano culto de su época, empleando, acaso por influjo de la incipiente inmigración, italianismos que después se harían carne en el habla argentina. Y no me quiero olvidar aquí del político socialista Juan B. Justo, quien en 1898 tradujo en Buenos Aires el primer tomo de El Capital, de Karl Marx.

¿De qué habla todo esto? Probablemente, entre otras cosas, de un fenómeno con consecuencias mucho más perdurables de lo que en principio podría imaginarse y que, más adelante, se hará patente cuando Roberto Arlt convierta en potente prosa argentina el castellano de las malas traducciones españolas de Dostoievsky que él leía editadas por el sello TOR. O cuando el argentino José Salas Subirat (1900-1970), anticipándose en varias décadas a los traductores ibéricos, tradujo en 1945 por primera vez a un castellano periférico el Ulises, de James Joyce, sacándole provecho a esa circunstancia ya que, como señala el escritor Carlos Gamerro, “el Ulises original está escrito, no en una lengua o dialecto, sino en la tensión entre una variante desprestigiada (el inglés de Irlanda) y otra dominante (el inglés británico imperial) – relación que puede compararse, aunque no homologarse, a la que existe entre el español de España y el de los demás países de habla hispana”.

Y aquí entonces vale la pena hacer una importante afirmación que no es evidente para todo el mundo: las buenas traducciones realizadas en cualquier país son parte de la literatura de ese país y entran en una serie que comparten con los textos producidos por los escritores nacionales. Llevando entonces este caso a Chile, diría que tanto Egidio Poblete, como Angel Flores, Angel del Río, Eugenio Florit, María Angélica Grau, Pablo Neruda, Nicanor Parra, Juan Salas, Orestes Vera, Braulio Arenas, Humberto Díaz Casanueva, Jorge Teillier, Miguel Castillo Didier  Armando Uribe, Rosamel del Valle, Waldo Rojas, Verónica Zondek, Gonzalo Millán, Pedro Ignacio Vicuña, Armando Roa Vial, Pablo Oyarzún, Oscar Luis Molina, Rodrigo Olavarría, Marcelo Pellegrini, Andrés Anwandter, Leonardo Anhueza, Braulio Fernández, Kurt Folch han hecho que su trabajo fuera literatura chilena.

Ahora bien, a esta historia hay que asociar la historia editorial argentina, que está íntimamente ligada a la historia de la traducción en el país. Muy en el principio, , los libros que llegaban a la Argentina se publicaban en casas de Francia (Hachette, Garnier, Viuda de Ch.Bouret, Armand Colin, A. Roger y F. Chernovitz, Louis-Michaud), Alemania (Herder), el Reino Unido (Thomas Nelson) o de los EE.UU. (Appleton), pero nunca de España.

Esas editoriales ofrecían libros en castellano, traducciones y originales que se importaron, hasta que, primero tímidamente y luego, en virtud de la progresiva alfabetización, los libros dejaron de ser un producto suntuario para convertirse en productos de primera necesidad. Por ejemplo, entre noviembre de 1901 y enero de 1920, con frecuencia semanal, el diario La Nación, de Buenos Aires, editó, a 50 centavos la edición en rústica y a un peso la de tapa dura, la colección “La Biblioteca de La Nación”, que constituye el primer proyecto editorial persistente en el tiempo del país. Luego, en 1916, Juan Carlos Torrendell (1895-1961) un catalán que había llegado a la Argentina siendo niño, funda la editorial a la que inicialmente bautiza con su apellido, denominación que se acorta luego a Tor, y que publica desde su fundación a 1971 unos 12.000 títulos. Luego, en 1922, el andaluz Antonio Zamora funda la editorial Claridad, a partir de la cual se conocieron cientos de títulos en el país.

El negocio, a la distancia, se veía bien. Por eso, en 1922, se instaló en Buenos Aires una delegación de Espasa-Calpe. Alentados por el impacto inicial de esta operación, los representantes de Emanuele Maucci, Ramón Sopena y Pablo Salvat, entre otros, empezaron a viajar a la Argentina, a Chile y a México desde España y ayudaron a capitalizar a sus casas matrices de la Península gracias a las ventas americanas, que equivalían al 50 por ciento de la producción editorial española.

En 1928, Gonzalo Losada llegó de España. Venía a hacerse cargo de Espasa, pero diversas diferencias con la casa matriz lo llevaron a separarse de ésta y a crear su propia editorial. Otro tanto ocurrió con Julián Urgoiti, quien pasó a ser director de la flamante Sudamericana. La tercera empresa que se creó en 1939 fue Emecé, fundada por el gallego Mariano Medina del Río. Tanto Emecé como Sudamericana tuvieron origen en capitales nacionales. Jacobo Saslavsky, Antonio Santamarina, Alejandro Shaw, Eduardo Bullrich, Carlos Mayer, Alejandro Menéndez Behety, Victoria Ocampo y Oliverio Girondo fueron los socios capitalistas de Sudamericana; la familia Braun Menéndez, de Emecé. Desde entonces, Losada, Sudamericana y Emecé fueron consideradas empresas argentinas (ahora ya no lo son).

El resto de la historia es conocida: entre las décadas de 1940 y 1970, las editoriales argentinas dominaron el mercado editorial en lengua castellana. Cada etapa de esa historia esta marcada por una intensa actividad traductoril. Mucha está ligada las editoriales antes mencionadas. Otra, a la revista y editorial Sur, de Victoria Ocampo. Hay también una gran labor desarrollada por pequeñas editoriales hoy desaparecidas (Viau, Assandri, Santiago Rueda, Juan Goyanarte, Siglo XX, Schapire, Columba, Jorge Álvarez, Del Mediodía, Rodolfo Alonso Editor, Marymar, Fausto, Calicanto, Goncourt, etc. ), cuyos catálogos fueron saqueados por las editoriales españolas y sus traducciones españolizadas para que los peninsulares pudieran entenderlas. También, una enorme masa de traducciones argentinas publicadas por sellos extranjeros con filiales en el país (como, por ejemplo, Espasa Calpe, Alianza Editorial, Monte Ávila, Siglo XXI, Fondo de Cultura Económica, etc.). Finalmente, llegó la debacle de los militares y sus quemas de libros, lo cual le dejó vía libre a España, que para esos mismos años salía de la dictadura de Franco. Ellos ocuparon todos los espacios que las editoriales argentinas iban dejando libres. Luego llegaron sus abusos. Primero, el dumping; vale decir la venta a precio vil en Latinoamerica del remanente de las ediciones españolas, lo cual aseguraba que las cuentas cerraran en las casas matrices e inundaba el mercado de nuestros países con ofertas con las cuales no se podía competir. Luego, la territorialización para la venta de derechos globales; las diferencias de tapa dura, tapa blanda, bolsillo y etcétera. En ambas operaciones intervinieron los agentes literarios españoles, quienes establecieron quién y cómo se repartían los derechos de autor y de traducción. De esa distribución quedaron cartas emblemáticas como las que enviaba la agencia de Carmen Balcells a las editoriales argentinas en 1978, en plena dictadura militar: “Me permito reiterarles a ustedes, porque al parecer no ha quedado suficientemente claro en nuestra comunicación anterior, que siguiendo los expresos deseos del señor Graham Greene se ha procedido ya a la división del mercado para esta obra”.

Para coronar esta catástrofe vino otra: la neo-liberal de la década de 1990, que desembocó en la gran crisis económica de 2001. Y como las multinacionales del libro ya se habían comprado todo y no publicaban libros en el país, y mucho menos de autores argentinos, vino entonces un lento resurgir que, en la actualidad, tiene como principales protagonistas a los pequeños y medianos sellos independientes (Bajo la luna, Eterna Cadencia, La Bestia Equilatera, Adriana Hidalgo, Caja Negra, Cactus, Cebra, Interzona, Cuenco de Plata, Katz Editores, Winograd, etc.), que son los que hoy traducen y retoman la vieja tradición argentina.

Llegados entonces a este punto, no nos queda otro remedio que admitir que, cuando se discute el tema de la traducción en ámbitos compartidos por editores, traductores y otros actores del mundo del libro, los problemas suelen enfocarse desde una perspectiva meramente económica: qué se traduce, qué tipo de derechos se compran –vale decir, para un país, para un territorio, para toda la lengua y, en todos esos casos, para una tirada de cuántos ejemplares–, cuánto cuesta comprar esos derechos, cuánto se paga la traducción, etc. Pero saber cuánto hay que invertir y evaluar cuánto se puede ganar es una parte del asunto que hace, fundamentalmente, a la perspectiva económica; el problema se resume así en una cuestión de mercado, con lo que lo único que se tiene es una  perspectiva de mercachifles y nada más.

Podemos también pasar a otra dimensión de naturaleza más política. Las preguntas, entonces, son otras. Por ejemplo, desde qué lugares se traduce, qué es lo que se traduce desde los lugares que traduce, para quién se traduce, con qué objeto y con quiénes. Porque, convengamos, no es lo mismo traducir a Platón o Ludwig Wittgenstein que a Paulo Coelho, Osho o Pilar Sordo: los traductores y los lectores en uno y otro caso serán otros. De hecho, ni siquiera hace falta irse a tales extremos: no es lo mismo traducir filosofía que historia, y no es lo mismo traducir literatura que antropología. En cada caso, así como habrá lectores con un determinado perfil, será necesario que haya traductores que puedan hacerse cargo de solucionar los problemas que cada especie determina. Por supuesto que, en cada caso particular, las expectativas de ganancia de los editores, serán diferentes. Un libro de Coelho se traduce rápido y sin diccionario. Con Hegel hace falta otra formación. Elegir publicar a uno u otro implica asimismo dotar a la editorial en cuestión de un sesgo determinado: en el primer caso se apuntará a ventas rápidas y masivas; en el segundo, a ventas acotadas y continuadas a través del tiempo, generalmente sostenidas a partir de una idea distinta que la de ganar dinero. Luego, traducir a Coelho es más barato que traducir a Hegel. Traducir mal a Hegel es carísimo.

Como se ve, el problema de mercado sigue estando presente, pero lo que pasa a ocupar un primer plano ya no es de manera exclusiva el dinero que se invierte y el que se gana o el que eventualmente se pierde, sino el impacto que esas traducciones tendrán en los lectores, con lo que también se abre la posibilidad de influir ideológicamente sobre otra realidad. En síntesis, hacer que un país o una región imponga sobre otras una manera propia de percibir la realidad a través de la lectura, así como unos valores determinados sobre otros valores posibles es una manera de simplificar el mundo y dominarlo para que el flujo de capitales circule en una única dirección.

Ésta no es una formulación general ni tampoco una hipótesis. Aquí van algunas estadísticas concretas: desde hace al menos tres décadas asistimos a un prolongado proceso de transformación del mundo editorial que se inició en los Estados Unidos contagiando luego a Europa. Si por un momento consideramos que España forma parte de Europa (no siempre los españoles, naturalmente acomplejados, lo ven así), desde allá llegó a las filiales latinoamericanas de los sellos editoriales españoles que, si uno analiza la actual composición de sus directorios, comprobará que tan españoles no son.

¿De qué hablan las estadísticas? Según los especialistas, las tendencias fundamentales pueden resumirse así: 1) un notable aumento en la cantidad de títulos y una importante disminución de las tiradas; 2) un cambio en las modalidades de venta; 3) una enorme concentración empresarial. Para abundar sobre este último punto, si echamos una mirada al mercado norteamericano –el mayor de Occidente– comprobaremos que está controlado por seis grupos que concentran el 80% de la torta. Estos grupos son 1) Bertelsman/Random House (división del  consorcio alemán Bertelsman), multimedia que nuclear radio, televisión, prensa periódica, música (BMG) y más de sesenta sellos editoriales sólo en los Estados Unidos (además de filiales en al menos doce países);  2) Holztbrinck/ GmbH: grupo alemán que posee medios electrónicos, prensa periódica y más de cuarenta sellos editoriales; 3) Hachette Book Group (subsidiaria de Lagardère) con prensa periódica (en Francia), radio, televisión y más de 17 sellos editoriales en los Estados Unidos; 4) Murdoch/Harper Collins (de Murdoch’s Corporation) que posee la cadena de televisión Fox, productoras cinematográficas como 20th Century Fox, televisión, prensa periódica y más de 30 sellos editoriales en los Estados Unidos, además de filiales en UK, Canadá, Australia e India; 5) Pearson Group (también multimedia con divisiones en los mismos países que Murdoch) y más de 16 sellos en USA, entre los cuales se cuenta Penguin Books (editores de la obra de Borges),  y 6) CBS/Simon & Schuster, multimedia con más de trece sellos en USA.  En este escenario, el espacio para la edición independiente es mínimo: apenas el 5% del mercado.

Este fenómeno, que, como he dicho, tiene su correlato en Europa, determina que, en términos del mercado global del libro (que incluye impresión, distribución, comercialización y venta, y donde los montos por traducciones ocupan un lugar más periférico) el primer lugar lo ocupen los Estados Unidos, con un mercado valuado en 27.445 millones de euros; el segundo lugar, China, con 10.602 millones de euros, y el tercero, Alemania, con 9.734 millones de euros. España se ubica en noveno lugar, con 2.891 millones de euros. Reunidos, Estados Unidos y Gran Bretaña (es decir, los países centrales de producción en lengua inglesa) suman un total de 31.525 millones de euros. (Datos tomados del informe Global Publishing Market, realizado por la consultora Rüdiger Wischenbart y presentado en la Feria del Libro de Londres en abril de 2012).

Estas estadísticas son para libros publicados. ¿Qué porcentaje de esos libros son traducciones? En líneas generales, el porcentaje de libros traducidos desde cualquier otra lengua al inglés en Gran Bretaña y los Estados Unidos apenas roza un 3% de la producción total. En cambio, en términos de extraducción –termino más bien feo que significa “traducción de libros propios al exterior” –, los autores de habla inglesa (en especial norteamericanos y británicos) se encuentran al tope de las listas de best-sellers en España, Italia, Francia y, por supuesto, en varios países de América latina.

Sólo para tener en cuenta en el panorama general, apuntemos que Francia, uno de los países con mayor tradición de extraducción del mundo, realiza el 60% de sus traducciones del inglés; en este marco, tres de cada cuatro novelas publicadas en Francia son traducidas del inglés. En tanto en Alemania, en 2007, el inglés mantuvo una posición de liderazgo, con el 60.2% de las traducciones (3.691 títulos), en especial novelas. En Italia, el panorama es semejante, aunque con ligeros ajustes: el inglés se lleva el 54.5% de las traducciones, seguido del francés, el alemán y el español (en ese orden).

En América Latina, de acuerdo con la formación del mercado editorial continental y con políticas culturales de larga data, los países que más traducen son Brasil, Argentina y México, en ese orden (aunque los volúmenes y niveles de facturación son significativamente menores que los europeos).

Supongo que no se puede esperar que la gran industria tome en cuenta a los traductores. En prácticamente todo el mundo la cosa es igual: se trata de un trabajo mal pago, realizado generalmente en condiciones precarias y no siempre por la gente más idónea. Se especula –vale decir, los editores especulan– con el hambre, el amor propio y la incomunicación de los traductores con sus pares para así poder fijar los valores del mercado cortando la cadena por el eslabón más débil, ya que nunca los argumentos utilizados para pagarles mal a los traductores podrían emplearse para el trato con las papeleras, las imprentas y, mucho menos, las distribuidoras. Sin embargo, así como los porcentajes de los autores tienden a bajar o son liquidados discrecionalmente, en el caso de las traducciones, sin ese eslabón no hay cadena, razón por la cual, por ahora resultamos imprescindibles, tenemos un saber que quienes están del otro lado del mostrador no comprenden y por el cual, aunque mal, tienen que seguir pagando.  Hasta aquí, entonces, el estado general de las cosas en el mundo entero.

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