jueves, 10 de octubre de 2013

Gonzalo Rojas por su traductora francesa

Llegó a las librerías de París Nous sommes un autre soleil, la primera antología poética del chileno Gonzalo Rojas en francés, gracias al trabajo y la tenacidad de Fabienne Bradu. “Traducir es restituir la sabia combinación de sonido y de silencio, que constituye la trama de la poesía”, explica en este artículo la traductora”. Así dice la bajada del artículo publicado el 8 de octubre pasado en la revista Ñ, con firma de la traductora.


El desafío de traducir a Gonzalo Rojas

Todo comenzó con un acto de amor porque, a mi juicio, la traducción es un acto de amor. Y si esta fórmula molesta a los profesionales que se ganan la vida con este oficio, podría sustituirla por una aseveración de Silvia Baron Supervielle: “Traduzco lo que no puedo olvidar”, una hermosa frase que, a fin de cuentas, equivale a la mía, porque lo que no puede olvidarse es lo que se ama. Y, claro está, nunca olvidaré cómo comenzó esta historia de amor con la poesía de Gonzalo Rojas.

En abril de 1998, el poeta chileno fue galardonado con la primera edición del Premio Octavio Paz de Poesía y Ensayo. Octavio Paz alcanzó a anunciarle la noticia por teléfono, pero ya no a estrecharle la mano la tarde de su llegada a México. Triste y extrañamente, Octavio Paz murió la misma tarde soleada del domingo 19 de abril en que Gonzalo Rojas pisaba tierra mexicana. En otra ocasión he contado cómo la presencia de Gonzalo Rojas en esos días de duelo operó como un bálsamo en muchos de nosotros. Se nos antojaba que él había llegado para refrendar, con su voz inconfundible, que la poesía no moría con la envoltura individual del poeta. Octavio Paz había callado y, en ese momento cruel, Gonzalo Rojas parecía tomar el relevo de esa voz que no era sino la voz de la poesía, la otra voz.

Gonzalo Rojas se quedó unos días en la ciudad cumpliendo dignamente la ceremonia de los premios con una lectura poética que fue una genuina celebración del poeta muerto y de la poesía viva. ¿Cómo agradecerle a Gonzalo Rojas esa manera tan idónea y eficaz de reconfortar nuestras almas afligidas? Se me ocurrió que yo lo haría traduciendo al francés un poema suyo, por caso, el que se titula: “Urgente a Octavio Paz”. ¿Acaso existe una experiencia tan espiritual y extraña para un poeta como leer un poema suyo que ya no es cabalmente suyo, que él reconoce y desconoce a un mismo tiempo? Gonzalo Rojas habrá calculado la osadía de la traductora para usurpar su voz e intentar calcarla en otro idioma. Era el regalo menos estúpido que se me había ocurrido. Homenaje y profanación, hubiera acotado Octavio Paz.

Esa ocasional traducción provocó en mí el efecto de un amor a primera vista. No me da vergüenza confesarlo en estos términos: me enamoré de la poesía de Gonzalo Rojas, como si ésta me hablara directa e íntimamente, hasta diría, como si me fuera dirigida o, mejor dicho, destinada. Así expresaría el contacto inicial e imprescindible entre una obra y un traductor para que éste se entregue a la demorada y ardua faena de transmutar la poesía en otra piel lingüística. Claude Esteban, poeta y traductor, entre otros, de Octavio Paz al francés, reflexiona sobre su propia experiencia como sigue: “No hice sino escuchar algunas voces. Pero ¿cuáles son las razones que me las hicieron necesarias, más necesarias que otras? ¿Por qué me fue imprescindible no sólo vivir con ellas, sino correr el riesgo de traicionarlas al verter en nuestra lengua sus preguntas, sus esperanzas, sus derivas? Comprenderlas me hubiera sido suficiente si no hubiese presentido que el camino resulta menos incierto cuando en las horas de honda alarma, para encontrar el sentido, a veces también para perderlo, uno pone sus pasos en los pasos ajenos.” Además, cabe la eventualidad de que los pasos propios de repente coincidan con los pasos previos del poeta y vuelvan así más contundente el asalto de otra voz como sucede, en alguna medida, en el proceso de traducir.

Ya que había acontecido el ineludible flechazo, seguí traduciendo a Gonzalo Rojas y escogí centrarme en su primer libro publicado: La miseria del hombre, de 1948. Allí residía, como él a menudo lo aseguró, la cantera de toda su obra futura. Por lo tanto, si había que empezar por algo, lo mejor era empezar por el origen de los desarrollos ulteriores. Este libro me atraía particularmente, incluso si reconozco que ahí Gonzalo Rojas todavía no dominaba del todo su arte de la contención y de la poda. Pero, su tono vehemente y apasionado era lo que precisamente me seducía en La miseria del hombre, como si allí oyera los ecos de la violencia poética de Rimbaud o de Lautréamont rebotar contra la Cordillera de los Andes o las proteicas rocas del golfo de Arauco. La misère de l’homme –un título muy pascaliano en francés– se publicó en Bruselas, en la editorial La lettre volée, en 2005. Después de lo que consideré como una introducción de la obra de Gonzalo Rojas al dominio francés, conjeturé que había que seguir y preparé una antología más amplia, titulada Anthologie d’air. Gracias a la ayuda de Philippe Ollé-Laprune, el volumen circuló entre los lectores de Gallimard, José Corti y otras editoriales parisinas. La respuesta era la misma en todas partes: la poesía de Gonzalo Rojas gustaba, hasta gustaba mucho en algunos casos, pero él era un desconocido en la República Francesa de las Letras. Me ofende la ignorancia de mis compatriotas en materia de literatura hispanoamericana pero, salvo para unas cuantas excepciones en la crítica francesa, la poesía chilena parece haberse detenido con la muerte de Pablo Neruda en 1973.

Para sorpresa de los incultos, Gonzalo Rojas fue coronado con el premio Cervantes 2003. Pero la noticia no fue lo suficientemente sonora para despertar las mentes aletargadas de los editores. Hasta que una segunda intervención de Philippe Ollé-Laprune convenció a la editorial La Différence de incluir a Gonzalo Rojas entre los inmortales de la colección de poesía Orphée. La compilación que preparé a petición de Claude-Michel Cluny y que titulé Nous sommes un autre soleil, está por aparecer en este mes de octubre en las librerías de París.

Gonzalo Rojas recibía mis “regalos”, como sigo llamando mis traducciones, con sentimientos contrastados: por un lado, con emoción y gratitud, y por el lado, con recelo hacia la nueva piel lingüística que arropaba sus creaciones. En la muda de la serpiente-poesía, se le antojaba que los vocablos franceses formaban otro dibujo ligeramente desfasado del original. Las variaciones no eran escandalosas por la cercanía entre las dos lenguas; al contrario, eran leves y sutiles pero suficientes para traicionar la muda, como en el juego que consiste en descubrir las contadas diferencias ocultas entre dos dibujos aparentemente iguales. Metamorfosis de lo mismo es el título de un libro de Gonzalo Rojas. ¿Sería esta expresión una fórmula idónea para calificar el proceso de la traducción? Más allá del innegable ritornelo de traduttore-traditore, también sospecho que la reacción ambigua de un poeta frente a su poesía vertida a otra lengua se origina en una inconfesable sensación de despojo. En efecto, el traslado le arrebata su única participación en la obra creada.

Para explicar el complicado fenómeno de la reencarnación los budistas recurren a una metáfora: cuando se prende una vela acercando la mecha a la llama de otra vela, el fuego nuevo es y no es el mismo, significando así que el espíritu que renace es y no es el mismo que el que se ha extinguido. Extrapolando la metáfora budista a nuestro asunto, podría decirse que un poema traducido es y no es el mismo que el original, como si un solo espíritu y un mismo fuego que trascendieran a los poetas, perduraran en dos poemas aparentemente distinguibles en las lenguas. El ejercicio de la traducción quizá sea el que mejor pone de manifiesto la impersonalización de la poesía. ¿Por qué dos poemas dejarían de ser el mismo en dos lenguas distintas? En el fondo de la sempiterna discusión acerca de las traiciones de la traducción, la espina o el hueso más duro de roer, ¿no estaría en una fetichización de la idea de autoría? ¿A quién pertenece el poema traducido? Ya no exclusivamente a su autor original y no del todo a su recreador en otra lengua. El ejercicio mismo del traslado se sitúa en una brecha entre dos asideros o, mejor dicho, en una región del lenguaje, elevada y como suspendido por encima de los signos, que alimentaría la convicción de que la poesía tiene una existencia propia.

Lo más sensible en este vaivén entre una serpiente y otra, era el oído de Gonzalo Rojas. Al tiempo que le divertía escuchar cómo sonaba un poema suyo en francés, lamentaba que no sonara con las mismas notas de su propio laúd hispánico. A la par de Voltaire, Gonzalo Rojas estaba convencido que “los poetas nunca se traducen. ¿Acaso es posible traducir la música?” ¿Cómo describir la música de Gonzalo Rojas? Está hecha, paradójicamente, de fluidez y de rompimientos, de espirales que descienden por el pozo de la página y abruptos cortes de versos que de nuevo impulsan la espiral a dar otro giro. Y al interior de cada verso, aliteraciones y acentos imantan las palabras entre sí, al tiempo que las dispara en múltiples direcciones como un estallido de cristales. A esta música mucho contribuyen las palabras esdrújulas a formar un ritmo que también es un movimiento. En el diccionario privado del poeta abundan las palabras esdrújulas, aunque se asegura que sólo representan el 2,76% de las palabras españolas. Si se concibiera el poema al modo de un pentagrama musical, el esdrújulo figuraría como un bemol entre las notas que, siguiendo el símil, equivaldrían a las sílabas tonales. El acento que determina al esdrújulo funciona a la manera del bemol que rompe la escala tonal, elevando y descentrando la nota con respecto a la línea continua. El esdrújulo saca de quicio al sonido, le injerta un grano de locura, pone a la sílaba fuera de lugar. Es una errata en el rostro de la palabra, una pifia en la bola compacta y opaca del sentido. Este desquiciamiento pasajero del sonido sugiere una anomalía en el sentido de la palabra. Es como si una sílaba se alocara para sacar a la palabra de su normalidad y provocara así un sobresalto en el oído. Porque un bemol sube el sonido a una escala superior, el esdrújulo conlleva un movimiento de ascenso, como si de pronto una parte del cuerpo de la palabra se elevara a una región superior, atípica o desconocida. Aunque sea por fracciones de segundos, el oído vuela a una región superior y con el oído, vuela la imaginación que lo asiste. No importa tanto a dónde vuela, ni si vuela a las mismas regiones imaginadas por el poeta a la hora de escribir el poema. Un esdrújulo es la risa que estremece las palabras: las hace estallar como timbales en la sucesión de sílabas. Es un acento de aire que sacude la palabra, uniendo sus letras con un suplemento de espíritu que no estaría en todas ellas.

Pero, por desgracia, el francés no conoce el juego de los esdrújulos y hasta ahora el único poema que me ha resistido es uno que precisamente se titula: “Jugando con los esdrújulos”. La traductora, entre otros, de Borges y de Silvina Ocampo, la ya citada Silvia Baron Supervielle, plantea el caso de algunos poemas de Borges: “Para traducirlos a la lengua francesa, es preciso buscar palabras cuyos acentos caen como lo hacen en español. La tarea no es sencilla, puesto que la acentuación en francés es muy distinta, pero no es irrealizable. Una acentuación equivalente es esencial para restituir la fisonomía del texto. Con frecuencia, inconscientemente, el autor escoge una palabra por su acento o su silueta. El traductor debe tomar en consideración estas elecciones instintivas. Al calcar en otra lengua los acentos y los perfiles de la versión original, estará más o menos seguro de no despreciar al autor, como sucede en muchas traducciones.” Pero, los esdrújulos no existen en francés y, si de casualidad, una palabra presenta una acentuación anómala similar, el riesgo es que el sentido se extravíe. Y uno se encuentra en la disyuntiva de someterse al sonido en detrimento del sentido o al revés. La traducción es una continua historia o cadena de pérdidas y ganancias. Ahora bien, la pérdida podría paralizar al traductor y no hay que tomarla tan al pie de la letra o tan trágicamente. Es inevitable. Por supuesto, se trata de acumular la menor cantidad de pérdidas posibles, pero si alguien se obsesiona con el tema de la pérdida y lo ve como una imposibilidad de pasar de un idioma a otro, entonces no encontrará salida. Más bien diría que se trata de equilibrar las pérdidas del lado del sonido y del lado del sentido. Creo que los resultados más desafortunados son los que cargan la pérdida de un solo lado. Semejante desequilibrio se oye o se lee mal. En cambio, si uno se resigna a que las pérdidas se disimulen mediante un equilibro entre sonido y sentido, entonces el resultado podría aproximarse al original que, a su vez, tuvo que lidiar para cumplir con ambas obediencias.

Otra característica de la poesía de Gonzalo Rojas constituye una dificultad igualmente espinosa en el proceso de traducir: me refiero a la bisemia de algunas palabras. El juego no se da exclusivamente entre lo literal y lo figurado como solemos pensar la dicotomía. A menudo, en la poesía de Gonzalo Rojas, el duelo cruza sus armas entre lo prosaico y lo sagrado. Y en el paso de una lengua a otra, no siempre una sola palabra posibilita el espejo de la bisemia. Entonces, hay que escoger y se pierde la mitad del sentido en el camino. Sólo una perífrasis o una traducción expansiva alcanzaría a restituir los dobles o varios sentidos contenidos en una misma palabra, pero entonces la expansión se contrapone al arte de la elipsis, la elusión, la contención, la economía verbal que son otras tantas improntas a conservar para transmitir la música poética de Gonzalo Rojas.

La expansión traslaticia también se contrapone a la inscripción del silencio en medio del cual surge la palabra de Gonzalo Rojas. ¿Suena absurdo decir que también hay que saber traducir el silencio? No si uno observa cuidadosamente la disposición del poema en la página y se detiene en la manera en que el poeta hace surgir la palabra, la lanza al aire, la fija sobre el blanco de la página. Traducir es restituir la sabia combinación de sonido y de silencio, que constituye la trama de la poesía. Nada fácil, lo admito, pero el desafío bien vale la pena. A Gonzalo Rojas, le gustaba citar la frase de Paul Valéry: “Poesía, te amo porque eres difícil”. Viene al caso parodiarla aquí y concluir: “Traducción, te amor porque eres difícil.”


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