miércoles, 10 de abril de 2013

Carlos Fortea devuelve el debate a su sitio

El lunes 8 de abril el traductor español Carlos Fortea publicó en El Trujamán la siguiente columna. Se trata de una honestísima declaración que celebramos y compartimos. Sin embargo, aunque sabemos qué parte le corresponde a la industria editorial en toda esta polémica, a diferencia de Fortea no excluimos de ella a unos cuantos colegas traductores que han hecho la vista gorda ante esos puntos de vista para obtener algún provecho del todo personal. Luego, una única objeción, que planteamos con el mayor respeto: vale la pena señalar que muchos traductores latinoamericanos que trabajan para la industria española no han podido darse el lujo de traducir en el castellano que les ha dado la vida –según la expresión de Carlos–, sino que han tenido que aprender a traducir en un castellano que no es el  propio para así ganarse el pan, que, claro, es siempre magro.

Las dos orillas

Hace meses que viene ocupando cierto espacio en las ondas el falso debate —avanzo mi opinión desde el principio— que da vueltas en torno al llamado español de la traducción, entendido como una aspiración a crear unos textos que puedan ser acogidos por el lector de la Tierra del Fuego, la península ibérica, la altiplanicie andina, la costa caribeña, las riberas del Orinoco y del Río de la Plata, las Antillas y la larga vertiente del Pacífico de manera no ya igualmente inteligible, sino igualmente familiar.

Como soy de alemán, no puedo por menos de calificar esto de aspiración fáustica, pero vivo en un mundo de creencias en el que no hay diablo al que vender el alma, y yo no reconozco a su suplente —su vicario, se decía antaño—, el mercado, autoridad alguna en materia de lenguaje.

Tal vez, en realidad, todo el problema se reduzca a esto. Nunca he visto a nadie defender en los medios, digitales o no, el uso de la variante boliviana del español, que es como los hablantes del mundo llaman al castellano desde hace muchos siglos, haciendo caso omiso de la corrección política  —exactamente igual que los latinoamericanos se llaman a sí mismos latinoamericanos, porque ese es su nombre, haciendo caso omiso a los españoles imperialistas, que los hay—, ni tampoco he visto a nadie defender la variante específica de Costa Rica, ni la de Colombia o Perú, que tienen premios nobel en sus filas.

No, por alguna extraña razón —por alguna fáustica razón—, el debate proviene siempre de lugares, de un lado o de otro del Atlántico, con una fuerte industria editorial, y está siempre trufado de argumentos que en el fondo remiten a cuotas de mercado mucho más que a cuotas de belleza. No deja de ser lógico, porque la belleza no se puede dividir en cuotas, y lamentablemente hablamos poco de ella.

No es mi intención llevar aquí la contraria a nadie, sino tratar de que el debate vuelva a donde siempre debió estar: al reconocimiento de que, si se producen prácticas de signo imperial, no proceden, en nuestro sector, de los profesionales que traducimos, sino de aquellos que nos contratan, y en contra de esas prácticas y de quienes las fomentan debiéramos estar todos, en vez de discutir entre nosotros mientras ellos contemplan nuestra desunión frotándose las manos.

Como diría don Quijote —a cuya invocación me acojo en esta empresa, que reconozco que es desesperada—, de mí sé decir que leo con placer indistinto, pero para nada indiferente, el español de Roberto Bolaño y el de Elmer Mendoza, el de Alberto Méndez y el de Almudena Grandes, y que con el mismo placer indistinto hubiera leído un libro traducido por cualquiera de ellos, en el supuesto caso de que lo hubiera. De mí sé decir que cuando una estudiante latinoamericana me pregunta si puede escribir «mirar una película» en lugar de «ver una película» le advierto, para que tenga la información, de que esa no es la variante peninsular, para acto seguido decirle que desde luego puede utilizarla, porque no es un error sino eso, una variante, su variante.

Yo no sé traducir más que en el español que me ha dado la vida, que ni siquiera es el de España, sino una mezcla de las regiones en las que he vivido, los libros que he leído y los amigos que he tenido, entre los que los hay de cinco naciones hispanoparlantes. A nadie puedo ofender con mi voz, cuando no tengo otra.

5 comentarios:

  1. Aunque no entiendo a qué apunta Fortea cuando dice que la demanda proviene de países que tiene una fuerte industria editorial, será preciso decir que la Argentina tuvo una fuerte industria editorial. Las principales industrias editoriales de la Argentina son españolas. En una de las edades doradas de la Argentina -aquí se reclama casi siempre por lo que se tuvo, antes que por lo que nunca fue- la industria editorial fue desarrollada en gran parte por exiliados españoles, cuya política editorial, incluidas las traducciones, era otra.

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  2. vayamos por partes, como decía santiago el destripador. en primer lugar, agradecer (este uso del infinitivo es tristemente natural en la orilla del charco desde la que escribo; y digo tristemente porque a mí, en particular, me entristece) al club la posibilidad que ofrece, al colgar artículos aparecidos en sitios virtuales que no admiten comentarios, de comentarlos e iniciar o reiniciar los debates que tales artículos propician o, como es el caso de éste, intentan despropiciar.

    en segundo lugar, manifestar (y dale) mi sorpresa ante un artículo que llama a desactivar el debate acerca del llamado español de la traducción mediante un argumento tautológico como pocos: puesto que el debate es falso, que ese español de la traducción (impuesto o no por el mercado) tenga una notable tendencia a ser el de una de las orillas y no el de la otra no debe ofender a nadie. donde no hay debate no hay ofensa? o es que ofende que haya debate?

    porque debate, haberlo haylo. en cambio, ofensa no. a nadie de la otra orilla ofenden las traducciones españolas, españolizadas o españolizantes; es más, si hay que escribir así para que a uno lo contraten en la península, pues se hace y santa pesaj. lo que ofende, en todo caso, en esa otra amplia orilla, es la falta de debate, la resistencia al debate, la negación de la posibilidad de debate, la puesta en la picota del debate. si el debate es falso, de qué hablan todos esos miles de escritores, traductores, editores y lectores?

    más allá de la posición dialéctica que se adopte, más allá de que uno defienda o aborrezca la idea de una lengua ecuménica, lo que no se puede ni debería hacer es desoír el rumor que el agua lleva. un rumor que tiene que ver con la lengua, no con la belleza.

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  3. silencioso, incluso enmudecido está el medio estos últimos tiempos. en la orilla ibérica, quizás como consecuencia de la crisis, que está afectando a muchos sectores de un modo tan contundente como paradójico, y el de la industria cultural y derivados no es ninguna excepción; en la orilla americana, tal vez por el cansancio que se deriva de buscar interlocutores válidos al otro lado del charco y no encontrarlos.

    sin embargo, uno no deja de preguntarse si esta falta de vocación o intención de diálogo de un lado respecto del otro no es algo más que una simple situación coyuntural. durante mucho tiempo temí que se tratara de una cronificación de las inercias ya totalmente perimidas pero aún así heredadas del flujo desigual entre metrópoli y colonias pero desde hace cierto tiempo sospecho que se trata de algo menos político, de algo más antropológico. me pregunto si esa cultura que decimos compartir es realmente la misma.

    sé que esto es demasiado complejo como para tratarlo (e incluso para postularlo) en un efímero post, pero no puedo por menos de formular lo que mi condición de residente extranjero en la península me permite atisbar. pero en lo tocante al ánimo de debate y polémica, debo decir que la predisposición intelectual a uno y otro lado del atlántico son muy diferentes, tanto que parecen asentarse en tradiciones distintas o, en todo caso, muy atravesadas por otras (sobre todo en el caso americano).

    dicho lo cual, sigo sorprendiéndome de la alergia que se le tiene al diálogo abierto, fértil, distendido e incluso ocioso aquí, en esta tierra de gente, por lo demás, acogedora y afable.

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  4. ¡Y qué se habrán hecho de las famosas tertulias de Madrid! Hasta comienzos del siglo pasado eran al menos tan fértiles que importábamos algunas cuestiones estéticas desde allí. Por ejemplo, el ultraísmo, tamizado por Borges. Si no hay allá "vocación de diálogo", estimado Nariz, aquí a veces hay sólo reclamos. Al menos, la cuestión de la traducción ha develado al menos un debate sobre la lengua que sigue latente. Y que tal vez no sea posible desarrollar aquí ni tampoco de modo distendido.

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  5. llevas razón, querido aulicino: sin duda me dejo convencer por la nostalgia y el idealismo y quiero creer que no se cuecen aburridas habas en todas partes. pero aunque es verdad que la queja, el reclamo, el berrinche, tampoco son muy dialécticos que digamos ni propician o benefician el debate, también lo es que al menos son síntomas explícitos de algo que, aunque no se lo quiera debatir, existe y ocurre. no tengo empacho en decirlo: no hay peor ciego que el que no quiere oír. si no queremos magullarnos a golpes de bastones blancos, más vale que empecemos a escucharnos atentamente, y para eso hay que lavarse el oído, aprender a pacientar y no repetir siempre el mismo estribillo como un mantra que repele mágicamente el discurso ajeno.

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