martes, 5 de marzo de 2013

Un destino posible entre muchos otros

Jorge Bustamante García
Desde México –más precisamente, desde Morelia– el poeta, cuentista y traductor colombiano Jorge Bustamante García nos envía el presente artículo, publicado el 20 de enero pasado, en el periódico Milenio. 


La traducción es una larga convivencia

A finales de 1972, en medio de un rudo invierno moscovita, intenté por primera vez traducir un poema del ruso al español. Estudiaba el primer año de geología y la facultad de Lengua Rusa propuso un concurso a los estudiantes hispanoamericanos para traducir un poema de Pushkin que empieza con los versos “Recuerdo aquel instante maravilloso/ cuando ante mí apareciste…”. No sabía nada de traducción literaria, menos de cómo traducir un poema de Pushkin, pero me lancé. Confiado en mi gusto por la poesía, en mis lecturas de poesía latinoamericana que había emprendido con mis amigos desde la adolescencia en mi pueblo de la sabana de Bogotá, acometí esa desfachatada empresa, sin saber todavía que la poesía de Pushkin era y es imposible de traducir. Quedé segundo en ese concurso de lo imposible, que ganó un físico matemático entusiasta de la literatura y que hoy es un destacado profesor de la Universidad de Bucaramanga. De esa experiencia inicial me quedó claro algo: que no se puede traducir así como así, a la de Dios, a los tropezones e improvisadamente un poema, sino que hay que convivir largamente con él, confrontar todas sus aristas y sugerencias secretas, para alcanzar luego una versión decorosa que no se convierta –si exageramos un poco- en un sacrilegio, una mutilación o un asesinato.

Después, en los intervalos que me dejaban la vida y la geología, me dediqué a convivir con los poemas de los poetas rusos que más me gustaban. En aquellos años, a veces, los jefes de redacción de revistas y suplementos literarios aceptaban con ciertas reticencias publicar poemas traducidos de autores tan lejanos y desconocidos entre nosotros. En agosto de 1979 publicaron mis versiones de tres poemas cortos de Blok en el suplemento cultural del diario colombiano El Tiempo, como si le hicieran un favor a Blok y al incipiente traductor. Cuatro años después el suplemento La Cultura en México se apiadó del mismo incipiente traductor, al publicar una nota y cuatro poemas de Anna Ajmátova. Pero en 1987, el poeta y editor José María Espinasa tomó por primera vez en serio al incipiente traductor y le publicó en la excelente revista La Orquesta una miniantología de poesía rusa, que fue como un detonante para que múltiples indagaciones y exploraciones por el territorio inacabable de la poesía rusa se convirtieran después en algunos libros y antologías.

Supongo que un traductor literario es como un escritor. Al traducir escribe sobre aquello que le ha tocado el alma. Es el polo opuesto del traductor simultáneo. Es decir, no traduce todo lo que le cae en las manos, ni por encargo, sino aquello que de mil maneras se ha vuelto parte de su peculiar visión del mundo. Me parece también que la traducción literaria es una larga convivencia, una extensa caminata, en la que el traductor se va apropiando muy lentamente de cada palabra, de cada línea, de cada paso del original para transmitir sus singularidades fónicas y gráficas, con todas las cargas emocionales y subjetivas en su propia lengua. Es una especie de resurrección, de renacimiento, cuya insólita peculiaridad consiste en no traicionar las virtudes del original. El poeta colombiano Álvaro Rodríguez Torres, traductor de Baudelaire, Derek Walcott y Vinicius de Moraes, cree que “una buena traducción tiene ante todo que ver con la trasmigración de las almas, con una legítima suplantación que para el caso vendría a ser una reencarnación del otro en su texto”. En este sentido el traductor literario sería un legítimo suplantador que transvasa a su propia lengua aquello que ha amado y que lo ha conmovido en la otra lengua, aquello incluso que le parece ser parte de su propia experiencia, lo que lo convierte en coautor de la obra.

La traducción literaria al igual que la escritura, es un proceso creativo. Hay escritores que escriben de una sola sentada, o parados, o hasta los que escriben tan lentamente que necesitan días, o meses, para una página. Hay incluso los que escriben sin escribir: salen a la calle, pasean, se meten a un bar, van al cine, pero a toda hora están construyendo su poema, su ensayo, urdiendo su relato, imaginando su novela. Dicen que Hemingway escribía de pie, a todo galope, y Osip Mandelstam vagabundeaba por las calles moscovitas para escribir poemas en su memoria, que luego decía a su mujer, que también se los aprendía de memoria. Así también habrá traductores que traducen de una sola sentada, o que se la pasan de pie saltando de diccionario en diccionario, o los que se van a pasear por las calles y aparentan olvidarse de todo, pero todo el tiempo están maquinando palabras, equivalencias semánticas, analogías, dedicados al oficio de descubrir correspondencias. El escritor es un ser al que le gusta jugar, inventar, recrear la realidad. No puede no hacerlo, es su destino. Al traductor le pasa lo mismo. Está destinado a jugar, reinventar y recrear el mundo de otro y en ello, también, se le va la vida

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