jueves, 10 de mayo de 2012

"El laissez faire característico de los países del continente "

Con la precisión quirúgica de costumbre, Marietta Gargatagli, en su artículo para el libro compilado por Gabriela Adamo La traducción literaria en América Latina, analiza las relaciones entre España y la Argentina a partir del mundo editorial. Como en los casos anteriores, se trata sólo de un fragmento del trabajo publicado.

Escenas de la traducción en la Argentina[1]

Se dice que las traducciones de Sur fueron las mejores. Lo sorprendente no es la calidad. Lo definitivo es que se trata, en cierta manera, de las primeras traducciones argentinas. Esas versiones no sobrevivieron porque todas fueran igualmente buenas ni porque los libros o la revista de Victoria Ocampo llegaran a públicos extensos: la persistencia en la leyenda depende enteramente de que se trató de algo que no se había hecho antes.

Las traducciones que se leían en la Argentina republicana se habían fraguado en el trabajo de las editoriales que, a lo largo del siglo xix, publicaban en castellano en París, Londres, Leipzig, Berlín o Nueva York. Entonces, en América Latina se compraban libros traducidos u originales sobre todo de Francia: Hachette, Paul Ollendorff, A. Mezin, Garnier, Maisonneuve, Viuda de Ch. Bouret, Ernest Leroux, Armand Colin, A. Roger y F. Chernovitz, Louis-Michaud (que tenía sucursal en Buenos Aires); y en menor medida de Alemania (Herder, Trübner, F. A. Brockhaus, F. Schneider), del Reino Unido (R. A. Ackermann, Thomas Nelson, Levey, Robson y Franklyn, J. Palmer) o de EE.UU. (D. Appleton), donde apareció la primera edición de Facundo en forma de libro. Esa red –sobre todo las casas francesas– contenía la bibliografía de un siglo revolucionario formada por obras antes ilegales (filosofía, política, literatura), desconocidas (historias, crónicas y leyes coloniales de América)[2] o nuevas, como los tratados de jurisprudencia, medicina, física, química, ingeniería, que fueron útiles para poner en marcha los Estados republicanos y la educación superior. Un catálogo de 1912 de Louis-Michaud revela lo heteróclitas y vastas que podían ser las apetencias de un lector latinoamericano: clásicos castellanos; clásicos americanos; obras maestras universales –donde figuraban Dostoievski, Poe, Balzac, Stendhal, Prévost y antologías de poetas latinos, noruegos, alemanes–; grandes filósofos, como Bergson, Kant, Descartes o Platón; historias de las revoluciones; misceláneas, desde la aviación a la costura; y, por fin, una revista llamada Elegancias, dirigida por Rubén Darío.

El linaje de las traducciones argentinas
A lo largo de los cien años que duró este comercio –interrumpido por la Gran Guerra y por una subida generalizada de precios– las traducciones fueron construyendo un estilo cuya característica esencial era la indeterminación nacional. Se trataba de una lengua que no pretendía ocultar que se estaba leyendo una traducción, perfectamente comprensible en cualquier lugar, agradable y, desde luego, sin énfasis nacionales. El carácter intemporal y fronterizo de aquel idioma está íntimamente vinculado a su origen: los traductores eran ilustrados españoles exiliados, frecuentemente furiosos con su país, y latinoamericanos que vivían entonces en Europa.

La importación de libros tuvo plena justificación: en la Argentina virreinal hubo una sola imprenta y extraordinariamente tardía. Cuando en Europa y EE.UU., a lo largo del siglo XIX, el arte de la tipografía estaba llegando al esplendor que aprovecharon las vanguardias, en el Río de la Plata, sin experiencia, sin la maquinaria adecuada ni personal capacitado se tuvo que comenzar literalmente desde el siglo XV. Por tanto, se tardaron bastantes años en tener talleres gráficos o, más tarde, empresas modernas. Hacia 1930, la industria editorial era autosuficiente y capaz de atender las necesidades de un público transversal que abarcaba desde la alta cultura hasta la mecánica popular.
América como negocio

Entonces, justamente, después de cien años de no tener vínculos con España, las editoriales peninsulares comenzaron una ofensiva primero azarosa, luego protegida por instituciones gremiales y gubernamentales con recursos más contundentes, para la conquista de los “mercados americanos”. Esa presencia supuso la llegada a la Argentina de otra forma de traducir contenida en los libros que se exportaron  de forma creciente desde España y que, desde 1938, fue utilizada –durante bastantes años– por editoriales que publicaban en el país. Las traducciones españolas –extraordinarias en el período clásico– tuvieron, en los siglos XIX y comienzos del XX, una función estrechamente vinculada a la expansión editorial. Esas versiones “industriales”, que deploraron abiertamente Miguel de Unamuno, Antonio Machado y, antes, Sarmiento, pusieron en circulación un idioma petrificado, rudo, degradado por los contorneos, según la definición de Juan Bautista Alberdi, que tenía poco que ver con el castellano de Argentina. Aquella parvedad lingüística parecía una suerte de parodia de la lengua popular de España que, en 1930, tenía 10.024.939 de analfabetos sobre una población de 23.677.794, una cifra cercana a la mitad de la población.

Aunque esos libros –frecuentemente censurados, manipulados y abreviados[3] (Crespo Hidalgo, 2007)– se exportaran y siguieran editándose, en las primeras décadas del siglo XX comenzaron a publicarse traducciones de mayor calidad, libres ya de los controles de la censura que las sucesivas e infructuosas leyes de imprenta (1812, 1820, 1833, 1837, 1869, 1881) no habían logrado, hasta entonces, erradicar. La diferencia entre estas versiones –cualquiera fuera su perfección– y las que hasta entonces se habían conocido en la Argentina, importadas o imitadas por las editoriales del país, no residió tanto en la forma del idioma como en su función. Si las traducciones francesas, inglesas, norteamericanas o alemanas contribuyeron a la construcción de los Estados nacionales de América Latina, paralelos a los de la vieja Europa y antecedentes del largo ciclo de reformas políticas en el mundo, la industria editorial española tuvo como meta “desnacionalizar” a los respectivos países y trasladarlos a un mundo imaginario llamado “el universo de la lengua española”.

Neocolonialismo e hispanidad
Los textos enviados desde España o que, más tarde, las editoriales peninsulares editaron en la Argentina formaron parte de una política cultural “americanista”, diseñada en las últimas décadas del siglo XIX, y cuyos contenidos reaccionarios corroboran que el nombre elegido es un antónimo exacto de lo que la palabra significa. Porque no se trató de que las instituciones gubernamentales, académicas y culturales españolas hubieran desarrollado por fin un interés por dilucidar la dimensión catastrófica de su propio pasado colonial o vislumbraran en las repúblicas transatlánticas independientes aspectos culturales y lingüísticos admirables o útiles en el devenir contemporáneo de la antigua metrópoli. No. Por este “americanismo” poscolonial debemos entender los singulares esfuerzos diplomáticos, políticos y económicos para insuflar en los países de América la vaguedad sepulcral del hispanismo; es decir, toda la fraseología encubridora y emocionante que se abandonó en los últimos años para nombrar, con el impasible “cinismo” de las sociedades “posideológicas capitalistas tardías” descripto por Žižek , las verdaderas “motivaciones utilitarias” que fueron, desde siempre, el único motor de las operaciones transatlánticas: sacar el mayor partido posible de las antiguas colonias que forman un mercado potencial para todo tipo de productos: culturales, editoriales, industriales.[4]

El transmundo de la hispanidad, que prosperó por el laissez faire característico de los países del continente pero sobre todo asociado con los proyectos latinoamericanos más reaccionarios, con los gobiernos militares, conservadores o directamente filofascistas como los de Argentina en los años treinta, tuvo como destino y centro de operaciones la única zona que esta ideología inerte y mortuoria, de “vanas apariencias útiles para los discursos teatrales y los banquetes”, como resumió Marcelino Menéndez Pelayo, podía nombrar como real: el idioma compartido de los libros.

La pretensión española era, desde luego, curiosa. Se trataba de un país donde el analfabetismo había sido uno de los instrumentos más eficaces de control ideológico hasta muy entrado el siglo XX; donde hubo dos largas dictaduras de inspiración fascista (1923-1930 y 1939-1975) con fuertes intervenciones en el terreno cultural y lingüístico, incluyendo la censura feroz del franquismo; donde las otras lenguas nacionales: el catalán, el gallego y el euskera fueron históricamente minorizadas; y donde las variantes divergentes del modelo castellano central y norteño (el estándar) fueron excluidas de la alta cultura, hasta el punto de que el habla andaluza, origen de los más grandes poetas españoles desde Góngora, fue vulgarizada en los chistes o utilizada en las traducciones para mostrar la torpeza o la ignorancia de los personajes de ficción.




[1] En 1998, Nora Catelli y yo compilamos una antología de textos precedidos de comentarios cuyo subtitulo era: Escenas de la traducción en España y América: relatos, leyes y reflexiones sobre los otros. Con el término “escena” pretendíamos subrayar el carácter político de toda traducción y, al mismo tiempo, utilizar la ambigüedad de la propia palabra: a menudo lo importante de una escena es lo que ocurre fuera de ella.
[2] La riquísima biblioteca de Bartolomé Mitre es un testimonio elocuente de la función que estas editoriales europeas tuvieron para un lector argentino del siglo XIX. Los fondos americanos son una reunión de más de siete mil obras historiográficas, lexicográficas, geográficas y jurídicas, necesarias para conocer el pasado o para servir de documentación del futuro. La mayor parte de los textos están en francés, inglés, portugués, italiano y alemán. Los libros en castellano son traducciones francesas o norteamericanas y una pequeña parte son impresiones argentinas; en menor medida (dato nada desdeñable dadas las limitaciones de la época) figuran ediciones chilenas, paraguayas, peruanas, uruguayas y mexicanas. Las obras publicadas en España no llegan al 5% de la colección.
[3] Juan Crespo Hidalgo: «Políticas de traducción en las Españas del siglo XIX, en Juan Jesús Zaro: Traductores y traducciones de literatura y ensayo (1835-1919), Editorial Comares, Granada, 2007, págs 45-72.
[4] Por ejemplo; José Luis García Delgado, José Antonio Alonso, Juan Carlos Jiménez: Economía del español. Una introducción, Madrid, Ariel. Colección Fundación Telefónica, 2007;  Ángel Martín Municio: El valor económico de la lengua española, Madrid, Espasa Calpe, 2003; Francisco Moreno Fernández, Jaime Otero Roth: Atlas de la lengua española en el mundo, Ariel, Fundación Telefónica, Madrid, 2007; María Fernández Moya: “Editoriales españolas en América Latina. Un proceso de internalización secular”, capítulo del volumen La internacionalización de la empresa española en perspectiva histórica, número monográfico de la Revista Información Comercial Española (ice), 849, julio-agosto de 2009, coordinado por Nuria Puig y Eugenio Torres; El dardo en la Academia. Esencia y vigencia de las academias de la lengua española, Silvia Senz, Montserrat Alberte (eds.), Barcelona, Melusina, 2011, 2 vols.

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