martes, 12 de abril de 2011

Una excelente ponencia de Francisco Segovia a propósito de la traducción de poesía

Leída originariamente en el XIX Encuentro Internacional de Traductores Literarios, que tuvo lugar en México, entre el 19 y el 23 de septiembre de 2010, la siguiente ponencia del poeta mexicano Francisco Segovia fue publicada en el Periódico de Poesía, de la UNAM, en marzo de 2011.

Versiones de un poema del antiguo Egipto
(o de cómo y por qué los poetas “traducen”
de lenguas que no conocen.

1. Cuando un traductor compara y comenta traducciones ajenas, lo común es que quiera justificar la suya, incluso si la suya es sólo una traducción virtual, una que sólo existe en su cabeza o no se siente autorizado a publicar —ya porque no conoce suficientemente bien la lengua original, ya porque no es especialista en el tema de que éste trata. Pero sus comentarios dejan cuando menos sospechar que las demás traducciones no lo satisfacen, o no del todo. Esto, que parece un asunto banal, tiene sin duda más miga de la que yo podré sacarle aquí. Porque se trata, por un lado, de la autoridad que da el conocimiento de dos lenguas, de la competencia que el traductor tiene en ellas; y, por el otro, del mero gusto por una obra y del entusiasmo que despierta en su traductor. Estas dos cosas no siempre van juntas.

Pongamos por caso un poeta que se siente fascinado por un poema japonés, que él ha leído en una traducción mediocre al inglés o al francés, pues no conoce el japonés. ¿Qué hace en ese caso? ¿Se dejará amedrentar por su ignorancia? No lo creo. Si el poema se le impone, suplirá su ignorancia con suficiencia, como suelen hacer los poetas. A falta de competencia en la lengua ajena, maestría en la propia. Eso suele bastarles. Lo cual no dice poco sobre la “teoría de la traducción” que sustentan los poetas en la práctica, aunque muy rara vez la sustenten además en la teoría. Porque son muchos en efecto los poetas que traducen de segunda mano sin decir nada al respecto, como si la mera Musa bastara para autorizar el hecho, como si el entusiasmo que les provoca el poema que traducen fuese producido por la Musa y ellos no pudiesen negársele. Es así como el entusiasmo por el descubrimiento le gana la partida a los pruritos. Porque, como decía George Steiner, “Tanto el crítico como el traductor se esfuerzan por comunicar un descubrimiento” (Lenguaje y silencio, Trad. de Miguel Ultorio, Gedisa, Barcelona, 2003, p. 25). Pero la urgencia que impone el hallazgo supone, en este caso, que la autoridad del poeta-traductor reside más en la parte del poeta que en la del traductor; es decir, supone que su traducción vale porque es una traducción “inspirada”.

No se trata, desde luego, de que los poetas ignoren olímpicamente el descrédito que implica traducir de una lengua que desconocen, ni de que recomienden irresponsablemente traducir de traducciones. También ellos saben que no está bien traducir de segunda mano, al menos en teoría. ¿Por qué entonces insisten en hacerlo? La respuesta más simple es estratégica: quieren compartir con la gentede su propia lengua algo que han visto en otra, y quieren compartirlo en ese mismo instante, como quien ve desde la ventana una luna maravillosa y grita: ¡Miren! La urgencia del poeta no repara pues en lo que no está bien en teoría, porque el acto de señalar y compartir la belleza de esa luna se producen espontáneamente y en la práctica. El poeta actúa de botepronto, sin esperar a que aparezca un especialista y traduzca el poema directamente de su lengua original. Porque piensa, y con razón, que los especialistas sólo responden de vez en cuando. Por eso él señala el poema y grita: ¡Miren!... En principio, los especialistas ven en la urgencia de esta exclamación un exceso pueril y sentimental, y prefieren evitarla. Los poetas, por su parte, consideran excesivamente circunspecto, y hasta timorato, el prurito académico. Le reprochan que, en su caso, la emoción deba expresarse preferentemente como interés.

Creo que el impulso por señalar un poema rebasa cualquier “teoría de la traducción” y que, más allá de la razón estratégica que he señalado, tiene un motivo más profundo y misterioso —estético, si ustedes quieren. En todo caso, el impulso por señalar algo hermoso o interesante implica que quien señala se halla sumergido íntimamente en algo, y que halla gozo en ello. Estoy hablando de una emoción simple, sólo que enfocándola desde el punto de vista de la expresión a que ella misma da lugar; es decir, desde el punto de vista de la exclamación: ¡Miren! ¡Miren!... Unamuno decía que el borbotón poético, cuando se sublima, termina siempre en una simple exclamación, como la de los amantes que repiten “¡Romeo!... ¡Julieta!... ¡Romeo!... ¡Julieta!... O como la de unos niños que, maravillados ante la presencia de un caballo, hacen una ronda y, brincando, exclaman: “¡Un caballo!, ¡Un caballo!”... A esto llamaba Unamuno “el canto genesíaco”, lo que sugiere que veía en él no sólo el origen de la poesía sino el de la lengua misma, el de cualquier lengua. Porque, llegados a este punto, es fácil suponer que a él le habría dado igual que las exclamaciones hubiesen sido: “Romeo!... Juliet!... Romeo!.. A horse!... A horse!...”.

Unamuno estaba lejos de la idolatría moderna por las palabras —ésa que cree que lo que dice un poema es en efecto todo lo que el poema quiere decir. Estaba cerca, en cambio, de las ideas de Paul Ricoeur, quien seguramente hubiera visto en “el canto genesíaco” de Unamuno un llamado a prestar atención a algo valioso; y, en el gesto de compartir la visión de lo valioso, esa buena fe que viene presupuesta en todo acto comunicativo. Pues toda comunicación —dice Ricoeur— se basa en el presupuesto de que quien habla tiene algo valioso que decir, y de que no va a comenzar por decir puras mentiras. Si fuera de otra manera, no habría quien escuchara, no habría interlocutores. Dicho de otro modo, todo lenguaje presupone un acto de buena fe. El primero de ellos es que, al ser interpelado, el otro responderá (que devolverá el saludo, por ejemplo).

Es natural, pues, es casi instintivo, que el poeta que se siente interpelado por un poema en una lengua ajena responda con un poema en la propia. Esto está casi siempre detrás de las traducciones que hacen los poetas. Y está ahí incluso cuando el poeta tiene el prurito de hacerse asesorar por un experto en la lengua y la cultura del poema original, pues parece probado que no es suficiente la erudición para que el poema que pasa de una lengua a otra pase en efecto como poema. Los expertos y los eruditos suelen trasladar bien las palabras y sus significados, pero su competencia lingüística no garantiza que lo que resulta de ello sea un poema. Porque no basta el conocimiento técnico para que un poema pase de una lengua a otra. Y no basta ni siquiera cuando este conocimiento es técnicamente poético, como se ve en el hecho de hay muchas gramáticas escritas en versos rimados, cosa que sin duda ayuda mucho a la memoria, pero muy poco a la poesía. Y es que hay algo más ahí —la experiencia estética, la emoción, la exclamación, no sé qué—, que no reside en las palabras y que los poetas suelen reconocer con más frecuencia que los especialistas. Y aquí uso la palabra reconocer en el sentido de ‘distinguir’, sí, pero sobre todo en el de ‘aceptar’... Comprendo que decir esto tiene su gravedad —en especial para los poetas—, pues supone que “lo poético” está en las palabras que componen el poema pero no es esas palabras —como suponen ésos que antes he llamado idólatras modernos, ésos que creen que es imposible o vano traducir un poema. No me detendré a discutir eso aquí. Me bastará con decir que los poetas tienen fama de traducir “lo poético” mejor que los eruditos, y preguntar: ¿es merecida esta fama? No lo sé. Yo no creo que siempre haga falta un poeta para traducir a otro poeta, y por eso he dicho que los poeta reconocen lo poético con más frecuencia que los especialistas, no que sólo ellos lo hagan. Pero entiendo, claro, que haya quien reserve el trabajo para los poetas, porque son ellos justamente a quienes más les importa que a su versión pasen no sólo la forma del poema sino, sobre todo, “lo poético” que hay en él.

Los poetas, pues, no tienen mucho empacho en traducir de segunda mano, avalados acaso por la Musa. Si no fuera así ¿cómo justificar las traducciones que hizo Octavio Paz del chino, del japonés, del húngaro; las de Juan Carvajal del alemán y del griego; las de Gabriel Zaid del maithili? Podría decirse, desde luego, que sus versiones no son de veras traducciones sino correcciones, mejoras a traducciones anteriores. Y sin embargo ¿no habrían partido ellos mismos, en ese caso, de la versión que querían mejorar? Quiero decir: ¿no tuvieron que reconocer ellos “lo poético” en el texto que antecedió al suyo? ¿Y no fue acaso ese texto lo que los movió a hacer el suyo? Algo, entonces, debía de haber ya en él. Algo que sin embargo ellos creen dicho sólo a medias, sólo a medias expresado —aunque en la versión que leen no falte una sola palabra del original. Pareciera como si en este trance aprovecharan la recomendación que alguna vez le hizo Germán Dehesa a Pedro Serrano: “El poema está ahí; ahora escríbelo”... Sí, había algo ahí, pero como en ciernes, como oculto todavía en su capullo. Ese algo es “lo poético”, lo que en nuestro caso inspira la nueva versión. Porque acaso “lo poético” no sea otra cosa que “lo inspirador”… Si digo “acaso” es porque, tratándose de traducir, “lo poético” y “lo inspirador” no sinónimos perfectos. “Lo inspirador” da mejor cuenta del impulso por verter de nuevo, así como de la participación que en ello tiene la Musa, porque es un sustantivo cuyo verbo alude mejor al movimiento: “lo inspirador” inspira; “lo poético”, si mueve, no poetiza: también inspira.

Digo, pues, que un poema inspirador mueve a la escritura. Esto no se refiere sólo a la traducción propiamente dicha, pues es común que el poema de un poeta inspire un nuevo poema en otro poeta, aun en la misma lengua. Es lo que dice la leyenda que ocurrió con “Le bâteau ivre”. Rimbaud leyó un poema mediocre, pero inspirador, y a partir de él hizo un poema extraordinario, y por eso muchísimo más inspirador. Pero ¿Rimbaud tradujo? En un sentido sí, pues hizo pasar “lo poético” del poema original a su poema; en otro sentido no, pues la traslación no se hizo entre dos lenguas diferentes y el resultado no fue el mismo poema sino otro. La primera respuesta implica que toda interpretación es de alguna manera una traducción, y que cuando escuchamos a alguien lo estamos traduciendo; la segunda, que todo poema “traducido” es el mismo poema que su original, lo cual da al traste con la idea misma de traducción. Pero no voy a enredarme ahora en estos asuntos. Lo que me importa es señalar que un mal poema y una mala traducción pueden ser inspiradores; es decir, que pueden incitar una nueva versión del poema, ya sea que llamemos a ésta una “traducción”, una “versión”, una “refundición”, una “corrección”, o de alguna otra manera. Eso es parte, creo, de lo que Pedro Serrano aprendió de Germán Dehesa, aunque la lección no fuese sin chipote… Lo que un poeta busca es, ante todo, “lo inspirador”. No “lo poético” en el sentido ordinario del término sino “lo poético” en cuanto sinónimo de “lo inspirador”. Un poeta no busca la inspiración para estar inspirado él, o para que sus lectores admiren cuán inspiradamente escribe. Un poeta se inspira para inspirar a los demás. Y cuando a él lo inspira otro, responde. Como por instinto, devuelve el saludo.

Me imagino que muchos de ustedes estarán ya sospechando que veo en “lo inspirador” una fuerza semejante al deseo. Eso, cuando menos, si es verdad que el deseo es siempre deseo de otro, y si es verdad también, como dice el psicoanálisis, que el deseo es desear que otro nos desee... Lo que mueve al poeta a reescribir un poema ajeno (o a plagiarlo) es algo así. Quiere que el deseo de otro sea deseo de él. Quiere que su deseo sea deseado... Y quiere desnudar ese deseo... ¿Qué puede importarle entonces qué clase de ropa lo cubre, si él se cree capaz de hacer que se desnude? Lo hemos dicho ya: lo poético no está en las palabras; lo poético es lo que va tras las palabras… Esto podría llevarnos a pensar que si el poeta presta atención a la manera en que la ropa caía sobre el cuerpo del deseo, o a la forma en que queda en el suelo cuando éste al fin se despoja de ella; si presta atención a estas cosas, digo, es sólo por delicadeza. Pero aquí, como siempre, la delicadeza decide la fortuna del deseo. Porque en un trance así la delicadeza es casi lo único que importa. La elección de las palabras, ir tras las palabras... Hablo del deseo, del deseo que desea ser deseado. No de la posesión, y mucho menos del acto en que ésta parece realizarse. No de la competencia lingüística ni de la erudición. Hablo del momento del deseo, del momento de la inspiración...

No quisiera que este momento se interpretara como propiedad exclusiva del poeta. Si el poeta logra en efecto inspirar a otros, entonces la inspiración no es suya sino de los otros. Cuando alguien dice que un poema “le llega”, lo que quiere decir es que “lo inspira”. A eso estoy llamando el momento de la inspiración; un momento que puede ser del poeta, del lector, del especialista, de cualquiera que, sintiéndose interpelado por un poema, responda a esa interpelación.

2. No diré más. Dejaré en cambio que hable por sí mismo un poema que a mí me parecer muy inspirador. Supongo que, tras esta larga introducción, sobrará decir que no les echaré a perder la primera impresión que tendrán ustedes de él citando alguna de las tantas versiones que a mí no me han convencido, o no del todo. Así que les presentaré primero mi versión. Pero no sin antes tener la  delicadeza de situarlos un poco en su contexto. No es mucho lo que sé de él —pues no fue traducido ni comentado por ninguno de los egiptólogos clásicos y confiables (Barton, Wilson, Gardiner, Faulkner, Lichtheim, por citar sólo a los de lengua inglesa, todos ellos especialistas y todos ellos traductores “inspirados”)—, pero es seguro que se trata de un poema escrito durante el Nuevo Imperio —es decir, en el periodo comprendido entre el 1580 y el 1085 a.C.—, aunque es posible que su composición sea anterior y sólo se haya puesto por escrito en esa época. Fue encontrado en Deir-el-Medina, esa especie de ciudad satélite donde vivían los sacerdotes, artesanos y obreros que construían y mantenían la necrópolis del Valle de los Reyes. Se conserva en escritura hierática (una especie de versión cursiva de los jeroglíficos) sobre dos óstraca —o, dicho a nuestra manera, sobre dos tepalcates—, esos trozos de cerámica que usaban los escribas cuando no querían o no podían gastar en papiro (IFAO 1266 + Cairo 25218, 7-11). En cualquier caso, el poema fue compuesto hace más de tres mil años, quizá muchos más. Y, sin embargo, ya verán qué moderno parece. Dice así:

Te acompaño, mi dios, esposo mío.
Es delicioso bajar al río y hacer lo que me pides :
entrar al agua, bañarme frente a ti.

Te dejo ver mi belleza bajo el lino delgado de la túnica,
empapada en esencias,
 impregnada de aceites.

Por estar contigo me sumerjo
en el río y salgo con un pez rojo en las manos.
Es feliz entre mis dedos. Me lo pongo sobre el pecho.
Oh, mi dios, esposo mío. Ven, y mira.

Sería difícil hallar un ejemplo de sensualidad más delicada, de mejor coquetería. La primera traducción que leí de este poema es la que trae Borja Folch en sus Cantos de amor del antiguo Egipto (Barcelona, José J. de Olañeta, Editor, 1997). Es la que me llevó a buscar otras versiones. Porque, aun siendo inspiradora, tenía algunas cosas que a mí no me satisfacían. Por ejemplo, en vez de “bajar al río”, como he puesto yo, Borja Folch dice “ir hacia el río”, lo cual no sólo es menos directo sino que parece posponerlo todo indefinidamente: “bajar al río” es un acto redondo; “ir hacia el río”, en cambio, es algo más impreciso, más indeciso; uno puede ir hacia el río sin ir al río; es decir, puede ir en dirección al río sin llegar nunca a él, como cuando se dice “fuimos hacia el norte”. Hay además otras expresiones que ayudan a precisar el tono en que habla la amante y que son distintas en las dos versiones. Donde yo pongo, por ejemplo, que “bajar al río es delicioso”, Folch dice que “es encantador”. Creo que es más directo “delicioso” que “encantador”, pero sobre todo es más directo usar un solo verbo (ser) y un solo adjetivo (delicioso) para calificar tanto al acto de bajar al río como al de cumplir los deseos del esposo, cosa que Folch separa en dos oraciones distintas: es encantador ir al río, y regocija hacer lo que me pides. En mi versión la esposa dice que “entra” al agua, no que “desciende” a ella...

Estas diferencias dejan ver que la mujer que habla en mi versión es menos tímida que la que habla en la de Folch. La mía no se anda por las ramas: no va hacia el río ni desciende al agua sino que baja al río y se mete en él. A justificar este tono directo me ayudan unas palabras de la Gramática egipcia de Sir Alan Gardiner (Editorial Lepsius, sin mención del traductor, Valencia, 1991):

La característica más llamativa del egipcio en cualquiera de sus periodos es su enorme realismo, su preocupación por los objetos y acontecimientos exteriores y su tendencia a omitir sus distinciones subjetivas, que juegan un papel tan importante tanto en las lenguas modernas como en las clásicas. Las sutilezas de pensamiento que pueden implicar palabras como “podría”, “debería”, “puede”, “apenas”, al igual que abstracciones como “causa”, “motivo”, “obligación”, pertenecen a un estado posterior de desarrollo lingüístico y probablemente habrían resultado repugnantes al temperamento egipcio.

Según Gradiner, no sólo la poesía sino la lengua egipcia entera tendía a lo concreto. “Las cualidades intelectuales y emocionales —añade— se describían generalmente haciendo referencia a los gestos físicos”... Pero miremos los primeros versos en las dos versiones:

Versión de Borja Folch

Mi Dios, mi esposo, te acompaño.
Es encantador ir hacia el río.
Me regocija lo que me pides, descender al agua,
bañarme frente a ti.

Mi versión

Te acompaño, mi dios, esposo mío.
Es delicioso bajar al río y hacer lo que me pides :
entrar al agua,
bañarme frente a ti.

Como se ve, Folch elige un lenguaje más formal, y por eso más distante. Eso se nota especialmente al final del poema: mi versión remata con “ven, y mira”; la suya, con “ven, y contempla”. Leamos entera la versión de Folch:

Mi Dios, mi esposo, te acompaño.
Es encantador ir hacia el río.
Me regocija lo que me pides,
descender al agua, bañarme frente a ti.

Te dejo ver mi belleza
con una túnica de lino real del más fino,
 impregnada de esencias balsámicas,
 mojada en aceite aromático.

Entro en el agua, para estar junto a ti,
y, por amor a ti,
salgo llevando un pez rojo.
Es feliz entre mis dedos,
lo pongo sobre mi pecho.
Oh tú, mi esposo, oh amado, ven, y contempla.

Debo decir que la versión de Folch no es de segunda mano sino de tercera. Él traduce de la versión francesa que hizo Mlle. Paule Krieger (Les chants d’amour de l’Egypte ancienne, 1992) de un libro originalmente escrito en alemán por Siegfried Schott (Altägyptische Liebeslieder, 1950), quien tradujo el poema directamente del antiguo egipcio. Mi versión no está mucho más cerca del original, pero tiene la ventaja de no formar parte de un libro preexistente, de manera que no está obligada a seguir las preferencias estilísticas de su autor y, en cambio, puede tomarse la libertad de pizcar de aquí y allá lo que mejor le parece. Para hacerla he visto (en papel o en pantalla) algunas versiones en lengua inglesa: una que traduce anónimamente la que hizo Hermann A. Schlögl al alemán; la que trae Lisa Manniche en su Sexual Life in Ancient Egypt; y otra que, sin mención del traductor, apareció en un artículo periodístico de Phillip Adam (la que más se parece a la mía, aparte de la de Folch). He visto también la que hizo al español Imma López Casado en su traducción de La vida en el antiguo Egipto, de Euhem Strouhal, y ladel ya mencionado Folch, además las de Ezra Pound y José Luis Rivas que se comentan a contnuación. Sigamos pues el orden. La segunda versión que leí de este poema fue la de Ezra Pound (Love Poems of Ancient Egypt, Norfolk, New Directions, 1962), seguida casi inmediatamente por la traducción que de ella hizo al español José Luis Rivas (Poemas de amor del antiguo Egipto, Xalapa, Universidad Veracruzana, 1988). Es ésta la que cito a continuación:

Nadando y zambulléndome contigo,
me das aquí la ocasión más propicia:
enseñar mi belleza
 a la mirada de un entendido.

Del mejor lino es mi traje de baño,
Tan fino y vaporoso.
Ahora que está mojado,
ve cómo se trasluce, cómo se adhiere.

Tengo que confesarlo: me seduce[s].
Me alejo a nado, pero pronto estoy de regreso,
chapoteando, hablando a tontas y locas.
Cualquier excusa es buena para unirme a tu grupo.

¡Mira! un pez rojo
brilla entre mis dedos.
 Puedes verlo mejor
si te me acercas.

Como es sabido, Pound hacía suyos los poemas que traducía; tan suyos, de hecho, que firmaba como propios los libros en que éstos aparecían, aunque siempre con el debido crédito al autor original —costumbre harto menos radical que la de los poetas del Renacimiento español, que solían “traducir” a los poetas italianos sin insinuar siquiera que “su poema” era una refundición de otro, cosa que deja mucho que pensar sobre el valor de la traducción en las diferentes épocas y culturas. En cualquier caso, lo que Pound producía de esta manera era muchas veces extraordinario, como su famosa versión del “Lamento de la escalera de gemas”, de Rihaku, que aparece en Cathay —y éste es otro ejemplo que da qué pensar: Pound tradujo al inglés un poema japonés firmado por Rihaku, pero Rihaku es el nombre con el que la tradición japonesa ha asimilado al famoso poeta chino Li Po, de manera que, cuando leemos en español la versión de Pound, estamos leyendo un poema que ha pasado por muchas manos: del chino al japonés, del japonés al inglés de Fenollosa, del inglés de Fenollosa al de Pound, y del inglés de Pound al español de Ricardo Silva Santisteban... Sin embargo, el poema parece haber resistido todo ese ajetreo...

En el caso del poema egipcio que estamos viendo, en cambio, creo que a Pound se le pasa la mano. Por principio de cuentas, porque en su versión la muchacha no habla de entrar al agua para estar con su amado sino de unirse… ¡a su grupo! La escena que presenta es pues muy distinta de la que vimos en las dos versiones anteriores. Aquí ella se encuentra con un grupo de muchachos, entre los cuales hay uno que le gusta, y decide coquetearle. Eso explica por qué Pound se inventa todo un verso (“Tengo que confesarlo: me seduces”) y en cambio omite el descenso (“bajar al río”) y la relación entre los amantes (“esposo mío”), pero también por qué decide concentrarse en el vestido mojado (extraña, extemporáneamente llamado “traje de baño”, bathing suit), que se pega al cuerpo de ella dejando entrever lo que debiera ocultar. Ella se dirige entonces al muchacho y le dice: “me seduces” Y a ti que me seduces te dejo ver cómo me baño, porque tú sí sabes apreciar lo que ves, no como los otros... Luego, con el pretexto de que mire de cerca al pez, lo invita a acercarse.

La escena que pinta Pound es mucho más vulgar que la de Folch. ¿Por qué? No creo que fuese porque Pound provenía de esa misma cultura que después ha inventado el spring break y los concursos de camisetas mojadas. Podría ser, en cambio, que en los días en que trabajó los poemas egipcios ya no gozara de la salud y el buen juicio de su juventud, o que en esta empresa le faltara un equivalente de los apuntes de Fenollosa, que fueron la base de sus versiones de Rihaku. Sin embargo, tampoco en esta ocasión trabajó solo. Noel Stock (que luego sería su biógrafo) firmó con él el libro, el cual está basado en un original italiano, publicado un lustro antes por el yerno del propio Pound, el Príncipe Borís de Rachewiltz, que, él sí, tradujo directamente del antiguo egipcio (Liriche amorose degli antichi egizioni, Vanni Scheiwiller, Milán, 1957). Como no he podido ver este libro, no puedo asegurar que no provengan de él las modificaciones al poema, ni sé de qué tan cerca lo siguen Pound y Stock, aunque sospecho que muy de cerca, pues aunque Pound solía meterles mano a los poemas que “traducía”, tenía un olfato poético inigualable y no solía arruinar lo que tocaba. Por eso, cuando leí su versión, después de haber leído la de Folch, sospeché que Pound había partido de un original muy defectuoso. Y sigo pensándolo, aunque no puedo probarlo.

En ese momento, sin embargo, no podía estar seguro de que Pound hubiese añadido versos a su versión del poema, pues también podía ser que Folch hubiese recortado algunos de la suya. Para averiguarlo tuve que buscar otras versiones. Todas las que hallé se acercan más a la de Folch que a la de Pound. Y digo sólo que “se acercan” porque, como es natural, las versiones varían. Algunas, por ejemplo, no dicen que la muchacha se pone el pez sobre el pecho (como no lo dice la Pound), y mucho menos que se lo pone entre los pechos (como dice la de Strouhal-López); se contentan en cambio con decir púdicamente que, sacándolo del agua, se lo muestra a su amado. Es lo que ocurre, por ejemplo, en los Cantos y cuentos del antiguo Egipto, la antología que publicó la Revista de Occidente en 1925, para la que Ortega y Gasset escribió sus
“Notas sobre el alma egipcia”. Esta versión, en prosa, comienza con puntos suspensivos y a continuación dice:

… mi Dios. Cuán dulce me es irme al estanque a bañarme ante ti, mostrándote mi belleza, en una camisa del más fino lienzo mojada de agua… Bajaré contigo al agua y volveré a subir con un pez rojo, tan lindo, entre mis dedos. Ven y mírame.

Aquí no aparece ese “dios” genérico que se escribe con minúsculas, sino el gran “Dios” de las mayúsculas, de modo que no sería imposible que los puntos suspensivos del principio tuvieran la misión de suavizar una frase que a algunos podría parecerles ofensiva... Pero hay otras diferencias notables entre las muchas versiones del poema. En unas, por ejemplo, el amante es llamado “mi flor de loto”, mientras que en otras el lugar donde ella se baña es el “estanque de lotos”, donde se echa de ver que los eruditos también vacilan al traducir. Y muchas no comienzan con “amado mío”, como las que hemos hecho Folch y yo, sino que usan la expresión “hermano mío”, que en el antiguo Egipto aludía al esposo o al amante. Supongo que Folch evita esta expresión, como hago yo, para no dar la impresión de que tratamos con un poema incestuoso —cosa que de paso nos ahorra la nota en que tendríamos que explicarle esto al lector moderno. Por lo demás, ambos decidimos llenar las lagunas del poema, mientras que las versiones más especializadas prefieren indicarlas mediante puntos suspensivos.

3. Las dos últimas decisiones nos acercan a Pound, que en la Introducción a su libro decía: “La mayoría de los textos originales egipcios han sobrevivido sólo de forma incompleta, pero, con el propósito de hacer una adaptación moderna, cada poema se presenta [aquí] como completo”. Hay que subrayar en esto una palabra: adaptación. La intención de Folch y la mía son similares a ésta. No presentamos al lector los fragmentos de un documento histórico, más o menos neutro, más o menos yerto, sino un poema entero, vivo, inspirador. No porque la erudición sea superflua sino porque en este caso “lo inspirador”, “lo poético”, está presente aun en las versiones más fragmentarias del poema... El poema estaba ahí: sólo había que escribirlo… Estaba ahí, como está ahí ese cuadro de Fulano que inspira otro cuadro, titulado d’aprés Fulano, o after Fulano (para lo cual no existe una expresión en español). Estaba ahí, digo, como está ahí la pieza original sobre la que un músico hace variaciones, hurgando en su propio estilo para desentrañar el de otro, dejando que se desnude el deseo de otro en su deseo, pero sin intención de usurparlo; deseando, más bien, que el tema original se enamore de su variación, que le responda… Porque, así como el poeta no se inspira sino para inspirar, así tampoco habla sólo para que lo oigan (no habla por hablar) sino para que también hablen los otros, para que respondan…Por eso creo que el poeta, más que hablar, escucha; que tiende el oído a la respuesta... Intuye quizá que el sentido de lo humano no se cumple en sólo las palabras sino en la respuesta que se dan unas a otras. Intuye que la esencia de los hombres se muestra entera en el gesto simple con que uno responde naturalmente al saludo de otro… No, no le importa —como se cree— ser un Adán y nombrar las cosas por primera vez; lo que le importa es invocarlas, porque una invocación es una respuesta...

No sé si mi versión es mejor que la de Folch. Sé que en la suya vi por primera vez algo que me cautivó, y quise desbrozarlo, precisarlo un poco, acercarlo a mí. Sé que involucré mi deseo en la lectura del poema y que ese deseo me llevó a otras versiones. Sé que hice finalmente la mía, que es quizá sólo una invocación del original, pero que en todo caso es una respuesta, y espera a su vez una respuesta... De todas estas versiones, habrá quienes prefieran una y habrá quienes prefieran otra. Nadie se extrañará de ello. Es lo que ocurre normalmente con las traducciones. Es lo que pasa siempre con el deseo.

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