domingo, 20 de junio de 2010

Una encuesta para escritores: repercusión en la prensa escrita


A pesar de que ya hubo una reflexión sobre la encuesta para escritores realizada en este blog (cfr. Conclusiones sobre una encuesta para escritores, a cargo de Juan Gabriel López Guix, 26 de abril de 2010), vale la pena leer el artículo de la poeta y periodista cultural Carolina Esses publicado en la revista Ñ en su número de ayer.

El complejo ejercicio de traducir

“Recuerdo un ejemplo extremo de Ved Metha (Lahore, India, 1934) sobre un virtuoso de la traducción simultánea. En las Naciones Unidas, un ministro norteamericano citó a Shakespeare. La “traducción” perfecta fue encontrar de inmediato una cita de Pushkin que decía lo mismo. Ninguna versión rusa de Shakespeare hubiera causado ese efecto.” La evocación es del mexicano Juan Villoro, uno de los 29 escritores de diferentes regiones de habla hispana convocados por el blog del Club de traductores literarios de Buenos Aires (clubdetraductoresliterariosdebaires.blogspot.com), administrado por el poeta, ensayista y traductor Jorge Fondebrider, para responder a tres preguntas en relación a la traducción.

Ejercicio complejo que pone en funcionamiento no sólo el diccionario interno del traductor sino sobre todo su capacidad de lectura, la traducción ha sido definida a través del tiempo y según el cristal teórico con el que se la mire como copia, reescritura, recodificación, pasaje, traslación, interpretación, remisión al origen e incluso, como se sabe, traición. ¿Cómo la piensa una narradora mexicana, como Margo Glantz y cómo un dramaturgo argentino como Mauricio Kartun? ¿Cuántos se inclinan por una idea compartible del idioma y cuántos prefieren encontrarse con lo más local de cada variante del español? ¿Qué pasa con la poesía?

1. ¿Cómo definiría una buena traducción?
En principio, cualquier lector podría coincidir con Villoro: “traducir es decir lo mismo en otro idioma” y hojear sin mayor preocupación su ejemplar en castellano de, por ejemplo, Los hombres que no amaban a las mujeres, del sueco Stieg Larsson. Pero los corolarios de esta afirmación se disparan rápidamente a través de las páginas virtuales del blog inquietando incluso al lector más ingenuo. El propio Villoro dice que si se encuentra el ritmo esencial, la servidumbre a las palabras importa menos. ¿Qué sería entonces, decir lo mismo? ¿Y qué sería hacerlo bien?

Aquí las aguas se dividen. De los 29 autores, algunos, como Federico Jeanmaire (Baradero, Pcia de Buenos Aires, 1957) o Eduardo Chirinos (Lima, 1960) prefieren leer sin la sensación de estar frente a una traducción; mientras que otros no quieren perder de vista que es un grado más en el artificio literario. Un traductor invisible en el primer caso y uno mucho más presente en el otro. “Un traductor es como un jardinero que trasplanta un ficus de un cantero a otro. Nadie se preguntará por el jardinero mientras vea al ficus saludable”, explica Gustavo Valle (Caracas, 1967). Desde el extremo opuesto José Antonio Millán (Madrid, 1954), propone pensar la traducción como una capa más de las tantas que componen la ficción de un texto: “uno lee la traducción de una obra en la que un autor que escribió originalmente en inglés narra una historia que ocurre en una aldea china. Tiene que aceptar que los habitantes del pueblito hablen castellano (los lectores originales aceptan que hablen inglés, al fin y al cabo), ¡pero es que también acepta que el narrador omnisciente conozca los pensamientos que pasan por la cabeza de Xiuxiu!”, dice. Y el argentino residente en Barcelona Andrés Enhenraus remata: “¿Alguien le pide transparencia o invisibilidad al ingeniero constructor? Yo tampoco al traductor. La traducción es la transformación de una obra original en otra (¡no menos original!)”

En concreto, sobre todo en aquellos casos en los que el desconocimiento de la lengua de origen impide que el lector coteje sutilezas de sentido –porque está claro que ninguno de estos escritores le pide a la traducción que diga algo diferente de lo que dice el original- para la mayoría, una marca de calidad la da el ritmo de la prosa, la fluidez del lenguaje que no entorpece la lectura, la capacidad del traductor de escuchar la respiración del texto. Lo que claramente no es deseable, y aquí coinciden los escritores, es adecuar el original, naturalizarlo quitándole esas asperezas que, probablemente, sean marcas –buenas o malas- de su singularidad.

También surgen discrepancias a la hora de pensar cuán cerca del texto original deberá estar la traducción. Ariel Magnus (Buenos Aires, 1975) admite: “prefiero la literalidad, al menos como utopía.” Sin embargo, otros autores, como Rafael Spregelburd (Buenos Aires, 1970) o el argentino Elvio Gandolfo encuentran lo más vital de la lengua y del texto a traducir más allá de la palabra escrita. Para el primero “lo que está en juego es la vida de los matices que hacen que las obras puedan ser traducidas como verdaderas experiencias ambiguas, ricas en sugestión”. Gandolfo por su parte propone pensar la traducción como un diálogo de constelaciones, observando aquello que de tridimensional hay en cada lengua. Así, una buena traducción “puede tener algún error de sentido, o comerse alguna línea, o cualquier cosa por el estilo. Pero suena tridimensionalmente como un conjunto o constelación parecido al original: tiene núcleos de gravedad en sitios más o menos semejantes, y tironean fuerzas del mismo tipo.” En esta línea reflexiona Jorge Aguilar Mora (Chihuahua, México, 1946) porque ¿cómo hablar de literalidad si los sistemas de cada lengua son, simplemente, incompatibles? Mejor focalizarse en el mundo conceptual del texto extranjero y bucear en las palabras sabiendo que en ese plano sólo se logrará “una adaptación, una aproximación de equivalencias, nunca una traslación fiel”, según explica.

2 ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Entre el sí rotundo de Roberto Echevarren (Montevideo 1944) –“no reconozco allí mi idioma”- y el no de Ehrenhaus o Diana Bellessi (Zavalla, Pcia de Santa Fé, 1946) la pregunta plantea una cuestión vital: ¿qué variante del idioma debería emplearse en las traducciones? ¿Es posible –o, incluso, deseable- imaginar un español carente de localismos, de marcas singulares? Bellessi responde con otra pregunta: “¿Cuál sería el castellano originario?, ¿El que se habla en Castilla?, ¿El que alguna vez se habló en Castilla?” Hay consenso en que un castellano neutro, universal, además de imposible no es lo esperable pero tampoco cierto “abuso del traductor”, como señala Magnus o un “exceso de confianza del traductor con su español nativo” según dice el mexicano Fabio Morábito. El uso del voseo, por ejemplo, y la acentuación verbal que lo acompaña, es difícil de leer para lectores de otras regiones (“Le confieso que me los leo en mi idioma, o me los “traduzco a mi idioma”, dice el colombiano Ramón Cote Baraibar). Sin embargo, la mayoría de los escritores acepta con más ganas una traducción que responda a algún uso latinoamericano de la lengua, que aquellas españolísimas en las que más que una preocupación por llegar a una “lengua compartible” (como pide Villoro) pareciera estar la mirada inquisitoria del Diccionario de la Real Academia. Margo Glantz (México), Piedad Bonnet (Colombia), y los argentinos Carlos Gamerro, Tamara Kamenzsain, Rafael Spregelburd, Osvaldo Aguirre, Ariel Magnus e Inés Garland plantean esta cuestión. Gamerro lo explica así: “Para los traductores españoles eso que arrojan sobre la página no es su dialecto, es la lengua, así sin más –dialecto es lo que hablan los otros, nosotros.” Pero, a la hora de hablar de países que suelen importar traducciones, es interesante el ejercicio de apertura al que se refiere el venezolano Gustavo Valle: “Honestamente me molestan por igual las traducciones con estúpida jerga innecesaria y voces del ombligo barrial del traductor, como también las jeremiadas y lloriqueos de algunos lectores que parecen ver el diablo con sólo leer palabras como “gilipollas”. Como soy de un país no tradicionalmente productor de traducciones, me he entrenado durante años en el difícil arte de tragar argot español, porteño o mexicano (por nombrar tres importantes) Lo bueno de haberme formado en una periferia cultural es que no tengo el más mínimo deseo de ocupar un centro lingüístico, que de paso no existe.”

Pero la cuestión no se agota. Porque, ¿qué hacer con esos textos en los que la búsqueda del autor, pasa por lo conversacional? ¿Qué hacer cuando la marca de oralidad –eso que María Teresa Andruetto (Arroyo Cabral, Pcia. De Córdoba, 1954) define como lo más “vivo, lo más particular, íntimo e inestable de una lengua”-es lo que predomina? Para ella, en esos casos, lo más atinado es la traducción a un español argentino. ¿Y cuando se trata de argot, de slang local? Aquí se detiene en su respuesta Jorge Aulicino (Bs. As, 1949) a través de este ejemplo: “los yanquis solían rematar sus frases con un “man”: en apariencia, es el mismo “hombre” que usan o usaban los españoles. Pero no es el mismo. El español es antiquísimo, el yanqui suena mucho más callejero y moderno. Ahora: ¿cómo traducir ese man al castellano rioplatense? ¿Vamos a usar el “loco” que aún se usa aquí? Esto desfigura de inmediato el sentido. Los personajes se trasladan ipso pucho a una calle de Buenos Aires. Eso sí me fastidia. Con lo coloquial sucede como con la música: el equivalente no existe.” ¿Límites de la traducción? Probablemente.

Traducir poesía y teatro
A diferencia de la narrativa, cuya traducción suele hacerse a pedido de grandes o medianas editoriales, la traducción de poesía es siempre fruto del enamoramiento del traductor con un texto o un autor: “una tarea refinada, un acto de amor hecho con tiempo, sutileza y paciencia”, como dice Andruetto. Aquí también hay diferentes posturas: ¿traducir poniendo el acento en la musicalidad del verso, perseguir las rimas o volcarse por algo más literal? Lo primero, a veces, conlleva un riesgo: “rimas forzadas, sintaxis trastocadas buscando unas equivalencias rítmicas que nunca se van a encontrar”, dice la colombiana Piedad Bonnett. Pero también lo opuesto puede ser lamentable. Osvaldo Aguirre recuerda así su lectura de Francois Villon a través de la versión del argentino Rubén Reches: “No lo sentía más cerca por el hecho de que Reches fuera argentino y Suárez y Alvar (los otros traductores) españoles, sino porque estaba leyendo poesía y no textos desprovistos de todo arte”. Se trata, quizás, como dice Álvaro Salvador (Granada, 1950) de conocer los mecanismos del poema como para poder reproducirlos en la nueva lengua; por eso suelen ser poetas quienes traducen a otros poetas.

Tamara Kamenzsain -más optimista ahora que antes cuando pensaba que traducir poesía era, decididamente imposible- dice: “no hay que tenerle tanto miedo a las “traducciones malas” porque evidentemente algo “pasa” (en el sentido de pasaje, trasmisión) y de eso se trata. Por ser la poesía un acto de vida –que le hace algo a la lengua- me parece que no es tan fácil matarla”. Y cita un ejemplo de Haroldo de Campos: a la hora de traducir el verso de Octavio Paz “leona en el circo de las llamas” el autor brasilero traduce: “leoa no circulo das llamas” Kamenzsain aclara: “Podría haber puesto “leoa do circo das llamas” pero como él mismo lo explica, no solo el oído le pedía las nueve sílabas sino que, además entre circo y círculo, más allá de la relación etimológica hay una relación sinecdóquica”. Una síntesis de las decisiones implícitas a la hora de traducir poesía.

“Creo que, a diferencia de buena parte de la narrativa, el teatro se escribe con la oreja. Requiere entonces de traductor afinado. O chirría.” Así explica el dramaturgo Mauricio Kartun la labor de un buen traductor de teatro. ¿En qué consistiría esa afinación? En poder dar cuenta de la composición polifónica que es en sí misma toda obra de teatro. “Más allá del sentido, de la letra, el teatro ha hecho formas con la palabra en tanto sonido: ha hecho música, digamos. Aun en la más cruda prosa. Y en un acto más complejo al dotar a distintos personajes de su propio lenguaje y su propio ritmo ha hecho composición”, explica. Rafael Spregelburd se detiene en otra particularidad del teatro: el factor tiempo. “Si bien uno accede a largos pensamientos cuando están escritos en prosa y se tiene el tiempo infinito de volver a leerlos para ver qué dicen y cómo lo dicen, en teatro el factor tiempo es prisionero de la física entrópica, de la dispersión de la atención. Así es que la traducción teatral al castellano siempre es local: una obra traducida maravillosamente en Chile o en España debe forzosamente traducirse al argentino si queremos ponerla en boca de actores argentinos y en oídos de públicos argentinos. De lo contrario el idioma pasará a una zona confusa, donde sólo connotará extranjería.”

Lejos de cualquier utopía de lenguaje, dejando de lado la esgrima del ego –“olfato y humildad”, le pide Morábito al traductor–, la traducción es un interesante ejercicio de diálogo. Una manera de ser menos sordos, como dice Diana Bellessi, de reconocer un tono y una manera. Las respuestas que recogió el blog del club de traductores son una buena muestra de las operaciones que hay detrás de un texto traducido. Como para empezar a mirar con más atención el nombre del traductor en la solapa del libro.

1 comentario:

  1. Rafael Spregelburd20 de junio de 2010, 7:14

    Felicitaciones a quien ha intentado con tesón lo imposible: oponer las respuestas de manera dialógica (y dialéctica) para ver si se obtiene un patrón más o menos razonable. ¿No es ésta también una forma de "traducir"?

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