viernes, 30 de octubre de 2009

Los rasgos lingüísticos autónomos


Traductor de Julian Barnes, Joseph Brodsky, Douglas Coupland, David Leavitt, Lewis Carroll, Saki, Michel de Montaigne, George Saunders, Vikram Seth, George Steiner y Tom Wolfe, entre muchos otros, Juan Gabriel López Guix es uno de los traductores que participará en el simposio sobre "La utopía del castellano neutro". El texto que se reproduce a continuación, publicado en la sección "El traductor recomienda", de The Barcelona Review (número 29, marzo-abril de 2002) se vincula, justamente, con el tipo de problema que se tratará en el encuentro de la próxima semana.

La traducción de voces

Más que a la recomendación me gustaría dedicar estas líneas a comentar uno de los problemas —la traducción de las voces que se alejan de la lengua estándar— que presentaba la traducción de Pastoralia (Mondadori, 2001) de George Saunders, autor cuyo primer texto en castellano, Robles de Mar, vio la luz en las páginas de The Barcelona Review.

Los cuentos de Pastoralia son sorprendentes. La sensación que me embargó al iniciar su lectura me recordó en cierto modo el principio de la —por otro lado, pretenciosa— película Brazil, de Terry Gilliam, donde la sonrisa esbozada en la cara del espectador ante la presentación de unos personajes grotescos queda de pronto congelada por el horror de lo que se nos está contando. Lo mismo, pero de modo logrado, me parece que ocurre con estos cuentos de Saunders. Trabajadores sometidos a diferentes grados de esclavismo capitalista, fracasados condenados a dar vueltas siempre a su misma noria, ya sea laboral, social o sentimental, y para los que la única esperanza de redención es, en el fondo, la muerte. Aunque algunos son tan fracasados que incluso fracasan a la hora de morir... y resucitan. Los cuentos de Pastoralia nos presentan una visión de la alienación vista a través de un espejo (¿deformado?). Los círculos dantescos descritos desde el callejón del Gato. Los interrogantes que he colocado a la palabra deformado se corresponden, creo, con la pregunta que se hace el lector que empieza a adentrarse en la obra y que nota de repente un escalofrío recorriéndole el espinazo a causa de la siniestra familiaridad.

El oficio de Saunders se pone de manifiesto de modo especial en su utilización del lenguaje. En primer lugar, el lenguaje en tanto que instrumento político de manipulación ideológica, lo cual lo entronca con George Orwell, autor del ensayo «La política y la lengua inglesa». Pero, si bien la distopía de Orwell escrita en 1948 (que Gilliam «traduce» en su película de 1985) muestra un mundo todavía «atópico», Saunders escribe después del «año Orwell», desde unas franjas distópicas en las que, bajo las apariencias orwelliano-swiftianas, reconocemos sin esfuerzo los rasgos de nuestro mundo. En segundo lugar, como ha alabado la crítica anglosajona, Saunders exhibe un talento especial para la mímesis de las voces, para reflejar la riqueza lingüística de las voces interiores o exteriores de sus personajes. La primera característica obliga al traductor a ser especialmente cuidadoso con sus elecciones léxicas, al manejo sutil de los eufemismos, las implicaturas y el «doble decir»; la segunda, la capacidad ventrílocua, exige, además, un especial esfuerzo para trasladar tonos y registros cargados de expresividad. Aquí ha residido la dificultad (y el placer) de la traducción de Pastoralia.

En estos casos, cuando el lenguaje de la obra original presenta la particularidad de reflejar idiolectos y usos lingüísticos específicos de la lengua y la cultura de partida, el traductor ve añadirse un problema de primer orden a los muchos ya presentes en su labor. Su actitud ante esa dificultad ha variado a lo largo del tiempo, de acuerdo con lo exigido y lo permitido por las convenciones que, dentro de cada lengua (de cada cultura), han regido el comportamiento de la comunidad de lectores. En las obras traducidas al castellano en el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, por ejemplo, los traductores resolvieron este escollo recurriendo a «equivalencias» presentes en la lengua de llegada. Así, los rasgos del habla regional, popular o del argot presentes de la lengua de partida se tradujeron por usos regionales, populares o argóticos existentes en la cultura de llegada. Esta operación, que podría considerarse exigida por las pautas de lectura vigentes, implicaba la naturalización y la ocultación del especificidad (lingüística) ajena y su sustitución por rasgos familiares para el lector de la lengua de llegada. A partir de mediados del siglo XX, esta adaptación empezó a considerarse excesiva y se recurrió a procedimientos menos apropiadores: la variación geográfica (diatópica), por ejemplo, pudo traducirse por variación sociocultural (diastrática). Este procedimiento buscaba mantener la particularidad del uso lingüístico y mantener la magia de la ficción huyendo de una naturalización que corría ya el riesgo de sabotear todo el andamiaje narrativo. A medida que concluía el siglo, con el crecimiento de una mayor conciencia de lo culturalmente ajeno y una mayor apertura en la forma de considerar lo que no era propio, los traductores fueron explorando nuevas formas de utilizar «de otro modo» los rasgos presentes en su acervo lingüístico, siempre con el objetivo de mantener lo extraño con los recursos de lo propio; por ejemplo, la creación artificial de un habla híbrida a partir de diferentes variantes lingüísticas, la utilización artificiosa de rasgos de esas variantes o incluso la invención arbitraria de rasgos lingüísticos.

Mi solución a este problema, las veces que he tenido que enfrentarme a él (el caso más extremo no sería, en realidad, Pastoralia, sino Todo un hombre, de Tom Wolfe), ha sido desechar la búsqueda de un anclaje con la realidad lingüística de la cultura de llegada; es decir, no intentar imitar formas de hablar existentes en castellano para injertarlas en lugares y situaciones que no pertenecen al ámbito cultural de esa lengua, sino utilizar rasgos lingüísticos «autónomos» que se sostienen dentro de la ficción; pero, para huir de la simple arbitrariedad —que conlleva en el fondo el riesgo de una uniformización de las soluciones en las diferentes obras traducidas—, procuro seguir la plantilla suministrada por el esquema formal del original. Se trata de una estrategia traductora que busca mantener la peculiaridad lingüística huyendo de la referencialidad en la cultura de llegada. Supone una participación más activa del lector, al que se le pide que se sumerja en la doble ficción del mundo narrativo creado por el autor y con las formas menos familiares utilizadas por el traductor para reconstruirlo en otra lengua e insertarlo en otra cultura. En el camino quedan abandonados, como pecios varados en las playas del pasado, conceptos tan arraigados en el mundo de la reflexión sobre la traducción como equivalencia o fidelidad.

Espero que en la traducción de Pastoralia pueda leerse con placer y que en ella se refleje el peculiar juego con el propio lenguaje que constituye la fuerza de la vitriólica prosa de George Saunders.


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