miércoles, 24 de junio de 2009

Un viejo problema


Un nuevo texto de Jorge Aulicino, escrito para este blog.




El resultado de un conjunto de memorias

La imposibilidad de traducir es directamente proporcional a la voluntad de hacerlo. Casi siempre que escucho "es imposible la traducción", esto proviene de gente altamente adiestrada, que generalmente se gana la vida, en todo o en parte, traduciendo. Y para quienes la traducción es, además, una pasión.
No traduzco profesionalmente ni conozco ningún idioma lo suficiente, ni siquiera el castellano, pero si "quien habla sólo espera hablar con Dios un día", debo entender que quien traduce, en tanto habla, lo hace con la misma expectativa.
Saber idiomas a medias, y usar mucho los diccionarios y los traductores, me permite ver las estructuras antes que los detalles.
Armar el texto, verlo surgir sobre la superficie, es una tarea que fascina, y de paso le da al lenguaje traducido un no sé qué de revelación, de distancia.
Las estructuras no dependen casi nada de la traducción. Viven. Y creo que sobrevivirían aun cuando se tradujera exactamente lo contrario a lo que el diccionario permite inferir en la otra lengua.
He visto varias veces Hamlet, pero sobre todo lo he escuchado y lo he leído. Creo que el monólogo de esta pieza es indestructible, aunque mucho disfruté de las mejores versiones de sus palabras precisas; es decir, de la elegancia con que tal estructura se arma; del uso profesional y eficiente de los calificativos, de las metonimias, de las metáforas.
Pero la estructura del razonamiento es lo que golpea a través de cuatro siglos y de las metamorfosis de las traducciones, y del propio idioma inglés.
Como recordarán, el monólogo comienza con la pregunta famosa. Pero ese interrogante sobre el ser no es ontológico, y bien podría traducirse como "vivir o no vivir". Si hay en ello una filosofía, está en el hecho de que vivir es, para Hamlet, ser. Y vivir significa enfrentar un piélago (océano, mar, según la traducción) de males (o la palabra que el traductor elija). Tal oceáno se enumera a continuación, y lo sabemos bien: el vejámen (o latigazo o insulto) del tiempo; la injuria (o injusticia, o abuso, o barbarie) del opresor (o tirano o déspota), la indiferencia (o desprecio) del soberbio (o del orgulloso o del fatuo), el estiletazo (o dolor agudo) del amor despreciado; LA LENTIDUD DE LA LEY, la insolencia o impudicia del poder, los agravios que recibe el mérito de los indignos. ¿Por qué soportarmos todo esto, si podríamos librarnos con un desnudo puñal, o con una simple daga...?
El monólogo dice: morir, dormir. Pero tal vez soñar. El temor a algo más allá de la muerte embota la voluntad y nos hace soportar los males conocidos, en lugar de volar a los que desconocemos.
La conciencia nos hace cobardes.
Y así el natural color de la decisión enferma ante el hechizo pálido del pensamiento y se extravía el hombre resuelto.
Díganme si esto no puede ser traducido. De hecho, lo hice de memoria, de un conjunto de memorias de diversas traducciones, pues no tengo el texto a la vista.
Debemos esto a que es el monólogo de Hamlet un pensamiento perfecto, una estructura. Lo que el arte literario ha hecho es modificar parcialmente estructuras arcaicas (la de la comedia, la de la tragedia, la del silogismo), de modo que todas han sobrevivido, traducidas en nuevas obras, que a su vez han sido traducidas a distintas lenguas.
Con el propósito de "decir algo al respecto" es que escribo esta anotación, ya que advierto la latencia del viejo problema de la traición en los posteos que sucesivamente han ido apareciendo en este blog.

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